La etapa costera subcontinental y los inicios de la producción del arte rupestre tacarigüense
Apartado del libro "Etnohistoria del arte rupestre Tacarigüense", disponible en: https://www.academia.edu/61970757/Etnohistoria_del_Arte_Rupestre_Tacariguense
De acuerdo con los datos presentados en capítulos anteriores, esta etapa significa para esta investigación los inicios de la producción y uso del arte rupestre tacarigüense. La principal evidencia disponible se vincula con la presunta conexión costa-lago que las comunidades arqueológicamente denominadas ortoiroides habrían ostentado por lo menos desde el segundo milenio antes de Cristo. Así lo sugieren los hallazgos arqueológicos hechos en la región, señalando la factible presencia de estos grupos en el paisaje costero y lacustre tacarigüense. El período ortoiroide, considerado desde el 2450 a.C. hasta el 20 d.C., representa tentativamente el único estadio temporal a considerar de esta etapa.
En efecto, la
presunción inicial es que los ortoiroides habrían iniciado el tránsito por el
paisaje cordillerano para sortear la divisoria entre los paisajes costero y
lacustre tacarigüense. Ello, necesariamente, habría traído como consecuencia el
trazado de caminos trasmontanos para el enlace de las vertientes norte y sur de
la cordillera de La Costa. Cabe entonces la posibilidad de que estas rutas sean
las mismas que en la actualidad conservan en su trayecto la variedad de sitios
con arte rupestre destacados en este trabajo, y que, a su vez, estos
componentes poblacionales tengan que ver con su inicial producción y uso.
Asimismo, los
datos apuntan que las comunidades ortoiroides quizá tuvieron que ver con el
comienzo de la manufactura rupestre en el Morro de Guacara e isla La Culebra.
El primero refiere un pequeño promontorio natural cercano a la desembocadura
del río Guacara, otrora una isla de la sección noroccidental del lago de
Valencia; la segunda, una especie de península cercana al Morro, a veces
convertida en isla en épocas de lluvias por la sumersión del istmo que la une a
tierra firme. Vale advertir que el río Guacara es el mismo
que en su curso superior recibe el nombre de Vigirima y discurre cercano a
numerosos sitios con arte rupestre y a uno de los presumidos caminos
trasmontanos utilizados para la conexión con el área costera carabobeña. Se
tiene así la posibilidad de que este curso de agua, en conjunción con el camino
trasmontano asociado, haya conformado una antigua ruta fluvial/terrestre que
consentía la efectiva comunicación entre la ribera noroccidental del lago de
Valencia y el área costera tacarigüense.
El Morro de
Guacara se encuentra enclavado en una zona esencialmente dominada por tierras
llanas, lo que le confiere una condición particular dentro del paisaje lacustre
del lago de Valencia. Un aspecto notable de su lugar de emplazamiento es su
contemplación desde amplios espacios de las tierras llanas de la cuenca
valenciana, más desde los estribos y montañas que bordean la culata occidental
del lago. Tal distinción quizá pudo tener mayor relevancia cuando se encontraba
rodeado por las aguas del lago, no obstante cercano a la orilla y de fácil acceso
(imagen 107). Esta estratégica ubicación, en conjunción con sus atributos
orográficos en el contexto espacial lacustre tacarigüense, quizá haya sido
motivo de atracción entre los pretéritos pobladores ortoiroides y las
comunidades sucesoras. Sin embargo, su utilización y ocupación -en este caso de
los grupos ortoiroides- no sólo debe considerarse desde el punto de vista de su
ubicación en el paisaje lacustre, sino además desde las ventajas sustanciales
que habría proporcionado en términos de la explotación y apropiación de los
recursos naturales intrínsecos a la supervivencia y reproducción biológica. En
otras palabras, si bien sus características particulares y valiosa posición -en
tanto el dominio visual de buena parte del paisaje lacustre- pudieron ser motivo
de interés, posiblemente también lo fueron las favorables condiciones de su
área de emplazamiento para la generación de bienes de consumo, sobre todo alimenticios,
en función de la subsistencia grupal de las comunidades implicadas.
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Vista del Morro de Guacara a trece kilómetros de distancia desde la fila Macomaco. En primer plano la autopista Guacara-Bárbula. Foto: Leonardo Páez, 2004. Imagen izquierda: Google Earth. |
En efecto, tal
como lo sugieren los hallazgos arqueológicos del lugar, la presencia de
colectivos humanos en diversos períodos de la historia ocupando el Morro de
Guacara estaría en concordancia con la insinuada connotación especial del
espacio en tanto su estratégica ubicación geográfica y sus aprovechables
recursos naturales. Así lo señalan los trabajos de campo llevados a cabo por
Peñalver (1976: 10), los que incluyeron la excavación de “…seis (6) trincheras de 110 mts. por 6 cada una y puestos al
descubrimiento 6 cuevas o refugios donde existían verdaderos talleres de
trabajo…”. Esta investigadora logró la recuperación de una variedad de
restos arqueológicos (líticos, cerámicos y óseos), al parecer de diferentes
grupos humanos y marcos temporales. A los fines inherentes a este apartado, entre
los hallazgos recuperados vale destacar una osamenta ataviada con un collar de
conchas marinas alrededor del cuello, datado en 4400 AP (2450 a.C.), quizá asociado
con componentes pobladores ortoiroides (Peñalver, 1976: 36; Antczak y Antczak,
2006: 530, 544).
Por ejemplo, Peñalver
recuperó en el Morro de Guacara grandes cantidades de pequeñas lajas
esquistosas grabadas con símbolos abstractos (ilustración 70), localizadas en
el subsuelo y posiblemente vinculadas a enterramientos (Sujo Volsky, 1987: 89;
Torres Villegas, 2010: 17). Sobre estos objetos arqueológicos, conocidos con el
nombre de micropetroglifos[1] (grabados
trazados sobre rocas muebles, de pequeño tamaño), es importante advertir su carácter de exclusividad dentro del
contexto arqueológico del lago de Valencia.
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“Micropetroglifos” del Morro de Guacara, según Torres Villegas. Fuente: Torres Villegas, 2010. Digitalización: Leonardo Páez. |
Además de los
entierros humanos, restos cerámicos y micropetroglifos reportados por Peñalver
en el Morro de Guacara, se encuentran petroglifos, bateítas, puntos acoplados,
morteros y ringleras pétreas (imagen 108). La existencia de estos materiales
fue constatada por quien escribe en varios trabajos de campo hechos en el lugar,
donde también se observó la alteración y deterioro general de los mismos a
causa de los factores antrópicos, entre ellos los incendios forestales que se
suceden consuetudinariamente en épocas de sequía. Así pues, la presencia de
manifestaciones del arte rupestre sugiere la utilización del Morro de Guacara
no sólo por sus ventajas en cuanto a la producción de bienes para la
subsistencia, sino también por su erección como lugar especial para la generación
de bienes espirituales resultantes de las tramas generales de la producción
social de los grupos socio-culturales involucrados.
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Manifestaciones rupestres del Morro de Guacara. Fotos e infografía: Leonardo Páez, 2010. |
Todas las evidencias materiales señaladas, esto es, osamentas humanas, ofrendas, restos cerámicos de variada naturaleza y manifestaciones del arte rupestre, juntas en el contexto del Morro de Guacara, se constatan también en la vecina isla La Culebra, hoy una península a orillas del lago (ver imagen 103, mapa 31). Pudiera así entenderse que los procesos socio-históricos de estos espacios guarden ciertas similitudes. Se trata, efectivamente, de una longeva utilización que posiblemente incluya los mencionados períodos ocupacionales de la región tacarigüense. Lo importante a destacar en este caso es la posibilidad de que los ortoiroides tengan que ver con esa inicial ocupación y utilización del espacio, incluyendo la erección de los primeros sitios con arte rupestre tacarigüenses.
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Yacimientos ortoiroides de la cuenca del lago de Valencia y posibles sitios con arte rupestre asociados: arriba, Morro de Guacara; abajo, isla La Culebra (Corotopona). |
Sin duda, los
sitios Morro de Guacara e isla La Culebra poseen un status particular dentro de
los yacimientos arqueológicos tacarigüenses. La presencia conjunta de arte
rupestre y restos humanos representa, por ejemplo, un elemento inusual dentro del
contexto espacial regional. En consecuencia, aparte de pensar estos espacios en
términos de hitos o puntos estratégicos de la geografía asociados con sitios de
habitación y actividades de subsistencia, acaso sea factible vincularlos
también con aspectos noéticos[2]
que le conferían una relevancia dentro del mundo socio-cultural de los antiguos
ocupantes lacustres.
En términos
del uso-función que los sitios con arte rupestre pudieron cumplir durante esta
etapa, quizá guarde relación con la intención de otorgar sentido al espacio vivido
y afianzar la memoria y la identidad social a través de mensajes decodificables
para los habitantes locales. Se sugiere una operatividad al interior de los
grupos tacarigüenses, asumiendo que el tránsito de personas y el uso del
espacio en general haya sido un fenómeno de carácter local. Quizá esta
direccionalidad se haya extendido hasta los alrededores del 300 d.C., cuando los
proto-arawak colonizaron la cuenca del lago de Valencia.
En suma, lo
tratado en este apartado permite presentar algunas hipótesis preliminares,
sobre la base del contexto arqueológico del paisaje cordillerano, el Morro de
Guacara y la isla La Culebra, relacionados con la denominada etapa ortoiroide
de producción y uso del arte rupestre tacarigüense: 1) en 2450 a.C. grupos ortoiroides
tuvieron presencia en la cuenca del lago de Valencia y área costera de
influencia; 2) estos grupos fueron practicantes del grabado en piedra,
constatado por el hallazgo en el Morro de Guacara de artefactos conocidos como
micropetroglifos; 3) los ortoiroides pudieron ser los iniciales productores del
arte rupestre que pervive en el Morro de Guacara, isla La Culebra y demás
sitios con arte rupestre del paisaje cordillerano tacarigüense, aún por
determinar; 4) los orígenes del arte rupestre tacarigüense se remontaría a 2450
a.C., fecha aportada por la datación de restos óseos recuperados en el Morro de
Guacara; 5) la comprobada presencia de arte rupestre y sitios de enterramientos
en el contexto arqueológico del lago de Valencia es una cualidad hasta ahora
exclusiva del Morro de Guacara e isla La Culebra[3]; 6) los
orígenes de los caminos trasmontanos del paisaje cordillerano se remontarían
por lo menos a 2450 años a.C.; y 7) los inicios del arte rupestre tacarigüense
guarda relación con tramas socio-históricas y culturales que abarcan
especialmente el área costera subcontinental de América del Sur.
Estas
consideraciones, empero, necesitan una mejor sustentación. Por ejemplo, las
dataciones de los restos óseos localizados en el Morro de Guacara adolecen de datos deposicionales,
dificultando una mayor asociación con el ajuar lítico encontrado en el complejo
Michelena (Antczak et al., 2018: 131). Asimismo, no resulta del todo claro si el hallazgo de los
micropetroglifos se sucedería en el mismo estrato de la osamenta recuperada.
Pero además, Peñalver (1976: 10-11, 36, 40, 47) sugiere la existencia de dos
momentos de ocupación en el Morro de Guacara, el más antiguo relacionado con
grupos consumidores de tabaco. El planteamiento está sustentado por la
presencia de restos de pipas cerámicas, localizadas según la autora en el mismo
contexto estratigráfico de la osamenta. Sin embargo, en los agroalfareros
barrancoides es donde reposa el consenso de los especialistas respecto a la
manufactura de las pipas en el lago de Valencia. Esto otorgaría una cronología
más tardía a los restos óseos, quitando del juego a los ocupantes ortoiroides. Todo
ello y mucho más esperaría entonces por venideros esfuerzos investigativos.
[1] Sujo Volsky
(1987: 89) incluyó a estos artefactos dentro de los tipos de manifestación del
arte rupestre venezolano, asignándoles el término de micropetroglifos. En realidad ese nombre podría ser improcedente,
en tanto que sus atributos formales (soportes pequeños poco durables,
posibilidad de ser transportados e intercambiados) y su ubicación en el
contexto arqueológico (en el subsuelo asociado a restos humanos) estaría en
contradicción con las características destacables en las diferentes
manifestaciones rupestres, como la capacidad de contemplación, inamovilidad y
perdurabilidad en el tiempo, así como su inclusión en un paisaje determinado
posiblemente asociado a los fines inherentes a su creación.
[2] Para la Real
Academia Española, lo noético se relaciona con la noesis, entendida como visión
intelectual, pensamiento.
[3] Aunque el
Instituto del patrimonio Cultural
(IPC) obtuvo referencias acerca del supuesto hallazgo de una urna cerámica
cuando se realizaron movimientos de tierra para la construcción del Centro de
Interpretación del Museo Parque Arqueológico piedra
pintada (MPAPP), esta información
no llegó a ser verificada (Rivas, 2016, comunicación personal).
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