Políticas públicas del patrimonio arqueológico venezolano
Patrimonio arqueológico, bases legales e impronta colonial
MSc. Leonardo Páez
En los capítulos anteriores, se disertó sobre el
rol protagónico de los discursos políticos e historiográficos en la formación
identitaria nacional, partiendo de la exaltación de ciertos imaginarios
condensados en la llamada historia patria.
Asimismo, se expusieron las relaciones entre las representaciones plasmadas en
esta historia y las concepciones eurocéntricas decimonónicas, asociadas éstas
con las nociones de progreso, modernidad, nación, república, ciudadanía,
estado, entre otras. Al mismo
tiempo, se asentó el carácter (des)valorativo que las élites gobernantes
impregnaron y transmitieron a los referentes de la historia y culturas
indígenas de antes y después de la ocupación europea.
Corresponde ahora desarrollar cómo este manejo
del discurso político-historiográfico trascendió en la esfera patrimonial del
país, intentando conocer las diacronías de la actuación del Estado en la
identificación y tratamiento de los bienes culturales. Se trata, en última
instancia, de acometer una aproximación a las políticas públicas implementadas
hacia los materiales arqueológicos indígenas y sus repercusiones en el ámbito
nacional, regional y local, en aras de un acercamiento interpretativo de las
tramas sociales de significación vinculadas con el PARANOT [Paisaje con Arte Rupestre del Área Noroccidental Tacarigüense, ver Páez, 2018. Nota de esta edición].
Cabe advertir
así algunas nociones claves desarrolladas en este capítulo, como el concepto de
patrimonio cultural, entendido como “todo
aquello que socialmente se considera digno de conservación independientemente
de su interés utilitario” (Prats, 1998: 63). Esta noción, en tanto que
incluye sólo a aquellos bienes culturales así declarados, se concibe anexado y
subordinado a determinado régimen jurídico (Eustache Rondón, 2015: 102). En
consecuencia, establece la intención del Estado de adueñarse de una serie de
elementos poseedores de particulares atributos previamente demandados, para
confrontarlos entre sí en función de “la
promoción y preservación de ‘su cultura’” (Eustache Rondón, 2015: 102).
Siguiendo los planteamientos de Milagros González (2005: 6), se
entiende que los objetos, aparte del valor simbólico que pueden tener para
recordar un pasado considerado valioso, también pueden representar el
discernimiento que las élites gobernantes tienen de sí mismos y del mundo
circundante. Dicho de otro modo, se comprende que existe una estrecha relación
del mundo material con el manejo de la historia y las concepciones identitarias
de los grupos dominantes, lo que explicaría, por ejemplo, el ya comentado
estado de negación patrimonial en que, por lo general, se han mantenido las
expresiones de las culturas indígenas en Venezuela, tanto pretéritas como
actuales. Empero, y a pesar de los siglos de negaciones y silenciamientos,
muchas de estas expresiones pervivirían aún en la población “criolla”
venezolana, no obstante manifestarse de forma conflictiva por factores
relacionados con la vergüenza étnica y el endorracismo (Quintero, 1999:
179).
El carácter conflictivo de la patrimonialización
de los materiales arqueológicos indígenas se deja entrever en el caso de
Venezuela, pues ha traducido acciones arbitrarias alejadas de los sentimientos
y opiniones de las personas directamente involucradas. Planteadas desde las
bases legales impuestas por el Estado, acordes éstas con fundamentaciones
emanadas de las discusiones de organismos supranacionales como la Unesco, se advierte que estos procesos
han desconsiderado las versiones que los grupos locales producen y re-producen
sobre su pasado. Los hechos pretéritos exaltados mediante la
patrimonialización, obedeciendo como están a intereses hegemónicos asociados
con la epistemología occidental, estarían despojando de utilidad el pasado de
tales grupos, dándole continuidad así a la acción expropiadora planteada por
Atalay (2006). Ejemplo de ello sería el caso de la patrimonialización del SAR Piedra Pintada (contexto de esta
investigación), como se verá en el capítulo siguiente.
Cabe señalar, de acuerdo a lo aseverado por Prats, la relación de los
procesos de patrimonialización con dos tipos de construcciones sociales: la
sacralización de la externalidad cultural, en tanto componente universal que
permite a la sociedad definir “un ideal
cultural del mundo y de la existencia y todo aquello que no cabe en él”
(2005: 18), y la puesta en valor,
asociada con la previa valoración social de ciertos elementos patrimoniales en
tanto producto de procesos identitarios revestidos por lo general de un alto
nivel de espontaneidad (aunque no necesaria o completamente) y un anticipado
consenso (Prats, 2005: 20). Pero, sobre todo recalcar que la patrimonialización debe entenderse como
un mecanismo de poder político que incluye un reconocimiento normativo impuesto
como obligación constitucional en los Estados nacionales, o como una estrategia
política que persigue la incorporación de la sociedad a tales procesos
(Martínez Celis, 2012: 72). En este punto cabe destacar el concepto de activación patrimonial, relacionado con
las tramas de negocios que se generan entre los poderes políticos, los otros
poderes fácticos y el conjunto de la sociedad para la puesta en valor de
elementos patrimoniales (Prats, 2005: 19-20). En palabras de Prats:
La activación [patrimonial], más que con la
puesta en valor tiene que ver con los discursos. (...) Estos discursos, la
columna vertebral de las activaciones patrimoniales, desde el principio de la
adopción del sistema de representación patrimonial como soporte de identidades
e ideologías, tienen una gran importancia para el poder político, tanto a nivel
nacional o regional como a nivel local (aunque sea menos aparente) (Prats,
2005: 20).
Queda así manifiesta la relación directa de las activaciones
patrimoniales con los discursos y proyectos del poder político. Pero, un factor
esencial en los procesos de patrimonialización
sería el impulso dado hacia la valoración de los patrimonios en función de su
aceptación y uso social (Martínez Celis, 2012: 72). Esto implica una especie de
negociación, pero en muchos casos imposición, entre el agente patrimonializador
(generalmente el Estado) y la sociedad o las comunidades, en aras de la
conservación, salvaguarda o aprovechamiento de los patrimonios (Martínez Celis,
2012: 72). La patrimonialización, así
entendida, encarna un sistema de símbolos que legitima identidades, empresas y
discursos, preciado por la sociedad actual “como
un bien absoluto, axiomático, cuya conservación (sin descender a la complejidad
casuística) es incuestionable”, y suponiendo un proceso que permite la
preservación y celebración de aquellos elementos otrora despreciados por
improductivos, añejos u obsoletos, pero ahora perpetuados con ímpetu en altares
y templos dispuestos especialmente para tal fin (Prats, 2005: 19).
Otro aspecto a destacar sería la noción de gestión patrimonial, ligada como está al proceso de patrimonialización. Este término define
el cúmulo de tareas orientadas a alcanzar la recomendable conservación de los
bienes patrimoniales y su uso acorde con los estándares sociales actuales
(Martínez Celis, 2015: 67). Desde esta perspectiva la musealización sería una forma de gestión patrimonial, pues ésta, en
palabras de Carmona y Basterrica (2011: 6), traduce una serie de actividades
programadas que pretende hacer accesible física e intelectualmente el
patrimonio, poniéndolo al alcance y uso de todos. La musealización se concibe así como el resultado de la activación de
unos referentes potencialmente patrimonializables, impulsada por versiones
ideológicas de la identidad, acción enmarcada dentro de ideas y valores
previamente establecidos, comúnmente subordinada a particulares intereses
políticos compelidos a expresar y motorizar las significaciones compartidas de
la sociedad (Prats, 1998; 2005). Vista desde la perspectiva ideológica de las
élites gobernantes, se sitúa como un mecanismo de imposición utilizado para
hacer valer proyectos o identidades políticas, en aras de la consecución de un
presente valioso y la edificación de un futuro considerado necesario. En los últimos tiempos, no obstante, se
ha venido desarrollando la museología comunitaria, surgida exactamente como crítica
a estas políticas oficiales, existiendo varios casos en Venezuela, entre ellos
el del museo de los Mapoyo, por ejemplo (Laclé, 2012; Meza y Ferreira, 2016).
La
musealización es un instrumento
íntimamente vinculado al concepto de conservación,
entendido este último como el conjunto de medidas operacionales dirigidas a
paliar el deterioro parcial o total de objetos y estructuras inmuebles
considerados dignos de preservación (Franco Pardi, 2002: 58). La idea de conservación agruparía el patrimonio con
la arqueología, estando de mediador el museo
y el laboratorio, esto es,
espacios físicos creados para cumplir el rol de estudiar y conservar objetos,
actualmente ajustados a políticas de protección, salvaguarda y gestión
orientadas por marcos legales diseñados y tutelados por los Estados nacionales,
universidades e institutos de investigación, entre otras. El museo, sobre todo,
ha tenido como destino primario saciar los ímpetus modernos de recopilar,
ordenar y definir, además de la construcción de identidades, imaginarios
compartidos e ideales nacionales. Es por ello que Lydon y Rizvi lo señalan como
uno de los sitios donde “se puede ubicar
a la vez el efecto localizado y global de la colonización” (2010: 26). Como
corolario de toda esta imbricación epistemológica moderna surgiría, entonces,
el ya explicitado término patrimonio
arqueológico.
Los procesos de patrimonialización pueden
entenderse también como parte de los lineamientos de políticas públicas. Esta noción se percibe como la praxis coercitiva que sobre las
memorias sociales es ejercida desde las esferas del poder, o dicho de otro
modo, la intervención del Estado en torno a determinados temas y finalidades,
expresada y modulada por entes y autoridades públicas, dada “en el contexto
de un intenso proceso político de confrontación y articulación de intereses”
(Olavarría, 2007: 23). Vargas y Gassón plantean la importancia que tiene su
enunciación en torno a la patrimonialización de los materiales arqueológicos
indígenas, estableciéndose con ello “un
proceso complejo que involucra diversos actores: las comunidades locales
(sociedad civil [política]), los
arqueólogos profesionales (la academia) y las instituciones encargadas de la
administración del patrimonio (el Estado)” (2010: 2).
Las políticas públicas son
entonces acciones ejercidas por los gobiernos de turno en función de dar
respuestas a necesidades o problemas sociales, relacionadas históricamente con
determinadas condiciones e intereses sociales, las cuales tienen el propósito
(o deberían tenerlo) de generar el bienestar social en su conjunto (Vargas y
Gassón, 2010: 2). Las intervenciones tienen su génesis en el surgimiento y
aceptación de un problema de orden público, acogido e introducido en una agenda
pública (Olavarría, 2007: 11). En el caso específico de la patrimonialización,
la acción mediadora del Estado recibe el nombre de políticas culturales, entendida como el “conjunto de principios
operativos, prácticas administrativas y presupuestarias y procedimientos que
proporcionan una base para la acción cultural del Estado” (Barbosa Lima,
2014: 118).
Se comprende entonces que las políticas
culturales, en cuanto integrantes de las políticas públicas, están dirigidas a solucionar problemas públicos relacionados con la
cultura, no obstante regidas o envueltas en tramas políticas que condicionan su
diseño y ejecución, y, por tanto, sus resultados. Ciertos autores como Barbosa
Lima (2014: 118) señalan que el monopolio del Estado en cuanto a la operatividad,
administración y presupuesto de las políticas
culturales para nada soslayarían la participación protagónica de otros
actores sociales, pues la acción del Estado sólo obtendría significado con la
interlocución que pueda lograr en el terreno donde se generan, se difunden y se
consumen las culturas. Esto situaría a las políticas
culturales en un contexto de lucha y negociación entre actores sociales con
multiplicidad de pensamientos políticos, símbolos, sentidos y prácticas, donde
se desplegarían variadas estrategias políticas (Barbosa Lima, 2014: 118).
Sin embargo, en el caso venezolano, y muy puntualmente en el terreno
de la patrimonialización, la pugnacidad o interrelación de los actores sociales
en torno a las políticas culturales
pareciera diluirse por ese efecto monopolista ejercido por el Estado. Como se
mostrará más adelante, esto se manifiesta en los ordenamientos jurídicos del
patrimonio cultural establecidos durante el período republicano, los cuales
estipularon la identificación y la declaratoria de los bienes patrimoniales a
través de funcionarios y organismos públicos sin que deba mediar la realización
de debates o consultas entre los actores sociales involucrados. En paralelo, otro
tanto pudiera expresarse de las gestiones de instancias del gobierno, como
gabinetes estadales de cultura, museos, parques arqueológicos u otros.
De esta manera, en Venezuela los factores de poder político han
implantado un férreo control sobre la patrimonialización de los materiales
arqueológicos indígenas, un proceso que lleva implícita la impositiva creación
de identidades sociales y culturales, entre otras cosas. Se trata, en última
instancia, de la presentación e imposición de políticas públicas asumidas por
los funcionarios y organismos públicos “como
productos acabados que deben ser aceptados por las comunidades y los
científicos, colocando en un papel subordinado los saberes, necesidades,
aspiraciones y expectativas de los otros actores involucrados” (Vargas y
Gassón, 2010: 12).
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