Tronconero en la voz de sus hijos: ecos de una tierra antigua

Tronconero: un territorio de memorias vivas

En las faldas indomables de la cordillera de la Costa, donde la montaña resguarda y los petroglifos atesoran antiguos secretos, se alza un poblado de almas resistentes y memoria fértil. Allí, entre malezas y caminos de tierra, floreció una forma de vida rural hoy casi extinta, pero que aún respira en los gestos, cantos y relatos de sus habitantes más antiguos, quienes sostienen con firmeza la herencia cultural de un pasado no vencido. Aludimos al pueblo de Tronconero, en la parroquia Yagua del municipio Guacara, estado Carabobo (Venezuela).


Este trabajo, tejido con paciencia de alfarero y oído de cantor, fue forjado entre los años 2007 y 2010 a partir de la etnografía activa y el testimonio directo de los “antiguos” —como se les llama en la comunidad a los mayores guardianes del recuerdo—. A través de la observación participante, entrevistas formales e informales, caminatas compartidas, anotaciones de campo y grabaciones de audio y video, fue posible recopilar este gran fresco oral de Tronconero, donde lo real y lo mítico se entrelazan como los bejucos del monte.

Junto a los educadores Melissa Castro, Carmen Brea, Ángel Alfonso Lozada y Johnny Brea, los tres últimos activadores culturales descendientes de los fundadores del lugar, se emprendió la noble empresa de rescatar las voces que aún conservaban el temblor de los tiempos idos. Todos los testimonios fueron hilos vitales de este telar de la memoria popular, del cual brotan ahora las historias, leyendas, anécdotas y genealogías que componen el espíritu de esta microhistoria épica. Cada uno no es solo un dato ni una nostalgia: es una chispa viva del fuego comunitario que aún arde en Tronconero. 

Las palabras que siguen —sinceras, potentes, a veces tristes, otras cargadas de humor— nos invitan a caminar descalzos por los mismos caminos de tierra que recorrieron los abuelos, bisabuelos y tatarabuelos de Tronconero, a tocar la tierra que fue suya, a oír los cantos de la Cruz de Mayo, a temerle al carretón, a curar el mal de ojo, a entender que antes que pueblo, Tronconero fue resistencia, fogón y corazón.

Los primeros pobladores vinieron de las montañas

De la niebla espesa del Cucharonal y del susurro del viento en Las Rosas, Los Colorados o Guayabal, bajaron los primeros. No guiados por mapas ni empujados por decretos, sino por la necesidad y la esperanza. Llegaron también desde Patanemo, desde San Diego, desde Vigirima. Caminaban con burros cargados de racimos, con mochilas llenas de yuca, cambur y sueños.

Pero no eran solo errantes del presente, sino herederos de una memoria profunda, de una estirpe invisible que venía remontando siglos de opresión. Eran los hijos de los montes y de los conucos, nietos de mujeres que supieron parir y resistir bajo el látigo y la cruz. Eran la carne viva de un pueblo campesino, cuyo origen se enraiza en los aborígenes que una vez adoraron las piedras sagradas de Piedra Pintada, y en los africanos y sus descendientes que escaparon de la esclavitud para forjar su libertad en la espesura. Por generaciones, esas manos curtidas por el machete y la tierra habían abierto surcos bajo soles inclementes, habían desafiado el yugo de encomenderos, hacendados, terratenientes y latifundistas.


De esa estirpe eran ellos. Y cuando bajaron de los cerros, no lo hicieron como fugitivos ni como mendigos, sino como sembradores de futuro, como fundadores de lo porvenir. Porque en cada paso, en cada piedra removida, en cada semilla echada al conuco, llevaban en sus espaldas la historia no contada de los que resistieron sin nombre, de los que construyeron sin ser llamados, de los que amaron esta tierra con un amor silente y hondo, como se ama lo que se ha sudado, lo que se ha defendido con la dignidad del pueblo.

Mucho antes de que existiera camino, luz o escuela, cuando las laderas del valle de Vigirima eran monte trancao' o potrero bravo, ya las voces de los pioneros se oían entre los cantos de los gallos y los rugidos de las quebradas. Martín Lozada, nacido en 1916 y con 91 años al ser entrevistado, hombre de memoria nítida y palabra firme, dejó testimonio del linaje que lo antecede como quien entrega un mapa antiguo, dibujado no con tinta, sino con raíces. Su tatarabuela, Carmen Lozada, vivió en aquellos cerros cuando aún no existía el plan ni el nombre de Tronconero. Su hija, Petra Lozada, fue la bisabuela de Martín. Y luego vino Luisa Lozada, su abuela, a quien sí conoció en carne y hueso como se conoce a los pilares de una casa vieja. Su madre, María Lozada, fue la última de esa cadena de mujeres montañesas, parteras de conuco, que vivieron en el corazón mismo del monte.

Martín Lozada afirmó sin titubeos que la generación de su madre fue la que bajó al plan, la que se atrevió a dejar el cerro y a establecerse en lo que sería después Tronconero. Si se toma como referencia su nacimiento en 1916, y se calcula una generación por cada 25–30 años, entonces la presencia de los Lozada en las montañas se remonta, al menos, a la segunda década del siglo XIX. Así, el apellido Lozada no sólo está presente: está sembrado, es tierra misma.

Los primeros hogares de Tronconero se levantaron al abrigo de la montaña. Entre ellos, el linaje de Marcela González, nacida en 1911, ya enraizaba su sangre en estas tierras ancestrales. Sus padres, Rosendo González y Elena González, nacidos hacia 1880 de la unión de estirpes aún más antiguas —Benita González y Rosarito Centeno—, testimoniaban que para 1850 ya caminaban estas sendas los hijos del polvo y la semilla. En aquellos días era el apellido materno el que, como un estandarte de la memoria, solía transmitirse de vientre en vientre, de canto en canto, preservando la esencia de un pueblo que, aún hoy, susurra en el viento los nombres de sus ancestros.

En esas montañas también vivieron los que sabían curar, los que sabían cantar. Vicente Herrera, oriundo de Patanemo, curandero y bisabuelo de Francisco Tovar (n. 1949, 58 años al ser entrevistado), fue quien, según la leyenda familiar, transformó un bejuco en culebra para buscar su sustento con rezos y saberes antiguos. Su memoria, transmitida por generaciones, testimonia una espiritualidad rural profundamente enraizada.

Teléforo Ramírez también era iniciado en las artes de curar la picá e' culebra, recordaba Leandro Gastelo (nacido en 1915 y de 92 años al momento de la entrevista). En la cima del cerro El Jengibre, en las montañas bravas de Vigirima, nació Téleforo, alma forjada en los secretos del monte y en la sabiduría ancestral que fluía como savia en su linaje. De aquel rincón agreste bajó hacia Tronconero, llevando consigo el don que le había sido concedido por la naturaleza misma. Desde su humilde morada en Tronconero, convertido ya en guardián de la vida, recibía a los hombres y mujeres aquejados por la ponzoña mortal, entregándoles pañuelos encantados que absorbían el veneno mientras prometía volver con la aurora. Y cumplía su palabra, pues a los dos días Teléforo llegaba, sereno y sabio, sabiendo que en sus manos obraba un pacto antiguo entre la tierra, el hombre y los misterios del bosque. Su nombre, pronunciado con respeto y gratitud, se esparcía como leyenda viva entre los caminos polvorientos y las vegas floridas de Tronconero.


En los cerros vivía también "el finado Bernardito", contaba Eusebio "El Muñeco" González (n. 1927, de 80 años al momento de la entrevista): "Él me contó que nació en el cerro Las Garrapatas [actual Las Rosas]. También Clemente Heredia nació en ese cerro". Ambrosia Anicasia Lozada (n. 1938, 68 años al momento de la entrevista) contaba que "el plan no estaba habitado, aquí no vivía nadie. La gente estaba en los cerros porque esto era puro ganado. La gente vivía en Las Rosas, en Los Colorados, otros en Guayabal".

Rosalía Figueredo, nacida en 1921 (86 años al ser entrevistada), contaba que las personas vivían en la zona montañosa de Tronconero. "Mi esposo Clemente Heredia me dijo que él nació en el cerro Las Garrapatas [actual Las Rosas], que su mamá y su abuela también nacieron en ese cerro. Su mamá se llamó Valeria Heredia y su papá Severino [Cirilo] González". Tenemos entonces a Clemente, a su madre y a su abuela viendo la luz primera en ese mismo paraje agreste y pedregoso.

Ambrosia Anicasia Lozada (68 años, n. 1938) rememoraba que "las primeras personas, las más antiguas, murieron en esos cerros. Los que bajaban al plan fueron en su gran mayoría los hijos donde entraba mi mamá, porque mi abuela Carmelita Lozada murió en el cerro quemada. Eso me contó mi mamá, yo no había nacido".

Silvestre Figueredo, nacido en 1928 en el cerro Las Rosas, relataba el nombre de sus padres: Madgalena Figueredo y Domingo Bordones. Delia Brea (n. 1949, 58 años) contaba que "mi pa' [abuelo] Esteban [López] tenía 100 años cuando murió [...] Se puede decir que podrían ser los primeros pobladores que vivían en esos cerros y que luego al bajar al plan a vivir subían cada año a rezarle a la Cruz". Carmen Obdulia Martínez (n. 1955, 52 años al momento de la entrevista) Rememoraba que "mi abuela contaba que su mamá vivía ya aquí en Tronconero; ella se llamaba Jesusita Martínez".

Desde las fogatas de barro y leña, desde los conucos que resistieron la langosta, desde los caminos de piedra que conducían a las quebradas, tenemos, no sólo a las mujeres Lozada, Heredia y López, sino a las mujeres Patacón, González, Brea, Figueredo, Ramírez, Martínez y otras tantas que tejieron la historia sin escribirla. Y cuando sus descendientes bajaron al plan, no vinieron con las manos vacías: trajeron la música, los rezos, los cuentos y el don de permanecer.

Hoy, estos apellidos siguen resonando en la cruz del calvario y los toques del tambor. Es nombre de río, de cerro, de memoria. Una estirpe que no pidió permiso a la historia para existir: simplemente existió. Y sigue existiendo.

Las montañas, pues, no fueron sólo abrigo sino matriz fundacional. Tronconero, como veremos, nació de esa bajada lenta, de esa migración interna donde cada paso sembró una historia, y donde cada familia trajo consigo los ecos de una vida más alta, más agreste, más digna.


Fundación

No hubo acta ni hito inaugural. Tronconero no fue fundado como se fundan las ciudades en los libros. Germinó como germina el árbol en la grieta: con paciencia, con lluvia y con obstinación. En alguna altura del cerro, en una choza de bahareque, nació la historia que no se contaba. 

Mucho antes de que existiera camino, escuela o bodega, Tronconero nació en las alturas, allá en los cerros del alma, donde solo llegaba el canto de los gallos y el eco del viento. Si calculamos al menos tres generaciones nacidas en el cerro, tenemos una presencia continua que se remonta, con fuerza y certeza, a mediados del siglo XIX, alrededor de 1860 o antes.  

Fue allí, entre lomas empinadas y manantiales escondidos, donde Tronconero fue fundado sin actas ni papeles, sino con conucos, fogones y cantos al niño. Las primeras casas fueron de caña, de barro y de fe. Las filas eran camino, el río era vida, el cerro era padre, y la sombra de los chaparros cobijadores de la esperanza. Allí vivieron los primeros tronconereños, llevando en la espalda no solo sus cargas, sino el origen mismo de un pueblo que aún palpita con la memoria de sus montañas. "Donde hay una mata de mango en el cerro, allí había una casa", escuchamos varias veces en nuestro compartir con los habitantes de la comunidad.

Fue quizá en 1870 cuando se alzó en la zona llana la primera vivienda de barro, horcones y paja. Sin calle ni vecino, tan sola como un sueño aún no soñado. Tal vez de aquél incendio que arrebató una casa se originó el primer éxodo hacia el plan, como narró con voz entrecortada Ambrosia Anicasia Lozada (68 años, n. 1938).

Las casas comenzaron a levantarse una a una, separadas por trillos, rodeadas de troncones. No por capricho, sino por necesidad. Cada quien tomaba un pedazo de tierra, clavaba sus horcones y techaba con gamelote. De las primeras décadas de siglo XX Martín Lozada recuerda que Tronconero "eran unos gamelotares. Las casitas estaban metidas en esos montes y las casas eran de paja, el techo y las paredes".


Como señalan los testimonios, las familias se establecieron en el plan no por comodidad, sino porque los cerros comenzaron a volverse inhóspitos. El ganado cercaba los caminos, y los terratenientes, como veremos, imponían sus dominios. Fue así como surgió el poblado. Tronconero no tiene fundador único: lo fundaron las mujeres que parieron en el barro, los hombres que sembraron maíz con la escardilla al hombro, los niños que jugaban entre matas de cambur y cercas de pata ratón. Una fundación sin estatua, pero con memoria viva.

Personajes del Ayer (nacidos aprox. 1850–1899)

Los primeros nombres que se anclaron a la tierra de Tronconero no fueron conquistadores ni militares: fueron sembradores, rezanderas, arrieros, parteras, tejedoras de barro y silencio. Hacia 1850 ya familias enteras comenzaban a poblar los cerros que llevaban sus herencias sagradas y sus escudos contra la desesperanza.

Los personajes recordados representan los descendientes de los habitantes que ocuparon la zona cordillerana, tanto en la vertiente norte como la sur, entre la zona de Guacara y Patanemo. Aunque no poseamos datos de estos primigenios, conocemos por las entrevistas de la existencia de antiguos ascendientes que vivieron e inclusive fueron enterrados en esos cerros. 

Antonia Patacón Ulloa (80 años al momento de la entrevista, nacida el 10 de mayo de 1927) recordó que sus abuelos Ambrosia Irigoyen Patacón y Juan Bautista Ulloa vivían ya en Tronconero antes del cambio de siglo. También mencionó a su madre Agustina Irigoyen y a su padre Eduviges Patacón como parte de ese grupo fundador.

Flor María González (nacida en 1937, 68 años al momento de la entrevista) relató que su bisabuela Benita González vivía en los cerros. Su madre Marcela, entrevistada con 96 años de edad (n. en 1911), hablaba de su padre, Rosendo González, quien compró tierras a Juan Molina, y de su madre, Elena González. Ella nació al pie del cerro, cerca de Los Colorados, y relataba cómo las casas estaban retiradas unas de otras, sin caminos ni cercas, con sólo el fogón como centro del universo.

Desde los umbrales del siglo XIX emergieron los primeros guardianes de Tronconero, forjadores de la vida rural cuando aún era selva espesa y potrero. Teodora Ochoa, nacida aproximadamente en 1885, vivió hasta los 118 años, guardiana de la tradición de los Velorios de Cruz: "todos la buscaban para rezar, todos la buscaban. Parecía un virgencita, era la señora más antigua, con más edad. Todos los muchachos le pedían la bendición", recordaba Miriam Brea (n. 1951). Su contemporánea, Carmelita Martínez, fue persona querida y apreciada por la gente. Bartolo Brea, músico y barbero, nacido hacia 1870, fue quien crió a su sobrina huérfana María Victoria Brea

Otros pioneros de la montaña fueron Rosarito Centeno y Benita González, abuelos de Marcela González (n. 1911), lo que permite suponer que nacieron alrededor de 1850. También se hallan en esta estirpe fundacional Jesusita MartínezGregorio PerazaRamona CastilloNatalia González, Macario Cazorla, Filomeno RamírezAmbrosia Irigoyen Patacón y su esposo Juan Bautista Ulloa, así como Eduviges Patacón y Agustina Irigoyen, posiblemente nacidos entre 1860 y 1880. 

Estas personas posiblemente habitaron los cerros de Los Colorados, Cucharonal y Las Rosas antes del poblamiento del plan, cuando Tronconero era solo una extensión de potreros. A ellas se deben las primeras casas de bahareque, las técnicas de fabricación de loza, los cantos a la Cruz de Mayo y la consolidación de los pasos del río. Su huella es fundacional.

Otros pioneros que se recogieron en las entrevistas realizadas fueron: Valeria Heredia y Severino González, Esmeralda González, Ciclo López y Francisca Brea, Gregorio Peraza, Esteban López, Carmen Lozada, Carmelita Lozada, María Ramírez, Marcolina Ramírez, Vencelao Ramírez, Filomeno Ramírez, y Joaquina Guillén.

Tronconero no tuvo origen en una plaza ni en una iglesia. Su origen fue el rastro de una mujer que paría a la sombra de un gamelote; el canto de un arriero que abría trocha con machete; la oración de una abuela para que la centella no cayera en la noche. Tronconero nació de esas familias que lo sembraron todo y que se resistieron a desaparecer.

Yagua Arriba, Culo Limpio y Tronconero

Cada lugar tiene nombres que lo preceden y lo transfiguran. Tronconero fue primero Yagua Arriba, luego Culo Limpio, y finalmente recibió el nombre que hoy lo identifica. Cada denominación encierra un relato, una picardía, una anécdota, una visión del mundo tallada en la oralidad popular.

Tronconero, antes de ser Tronconero, fue punto de llegada y de cruce. Según Delia Brea (n. 1949, 58 años), los viejos decían que había una zona con pocas casas donde "los patios eran sin polvo, parecidos a pisos, que la gente aprovechaba para machacar las menestras". De allí surgiría el nombre "Culo limpio". Francisco Tovar (n. 1949, 58 años), narraba que el apodo se consolidó cuando la gente venía desde Guacara, Yagua o La Compañía y se refería al caserío diciendo: “Vamos pa’ Culo Limpio”, entre risas y respeto. Martín Lozada (n. 1916, 91 años), decía: "Donde vivía Cupertino Márquez, eso se llamaba Culo Limpio, porque había una sola casa y eso era limpiecito. Estaban unos matapalos grandotes".

Y luego, un cura misionero —o tal vez algún jornalero herido—, tras tropezar con uno de los muchos troncones que cubrían el plan después de la deforestación, exclamó: -¡esto debe llamarse Tronconero!-. Antonia Patacón Ulloa (n. 1927, 80 años) recordaba cómo los viejos decían:"fue un padre misionero que vino por aquí y se tropezó y dijo: 'esto no se puede llamar Yagua Arriba, esto hay que ponerle Tronconero, hay demasiados Troncones. Ya me caí'. Yo no había nacido cuando eso". "Decía mi papá que era un señor que vino de Yagua por aquí y se llevaba en todas partes un troncón por delante cuando iba caminando. ¡Ah no, esto hay que ponerle el nombre Tronconero, no Yagua arriba!” (Juana Francisca Brea, 69 años, n. 1938). 

Desde entonces, como una revelación accidental, el nombre se propagó y echó raíces. El nombre nació así del tropiezo de los hombres con los restos de los árboles que una vez dieron sombra a los potreros. José Gregorio González (n. 1946, 61 años), explicaba cómo, al comenzar a limpiar el potrero y agarrar cada quien su lote de terreno, los caminos quedaban sembrados de madera seca y dura. Una trampa constante para quien no mirara bien por dónde pisaba: "una vez que comenzaron a cortar los palos quedaron los troncones. La gente comenzó agarrar su pedazo de terreno. Las casas quedaban distanciadas, se alumbraban con vela o lámpara de kerosén o gasolina"

Así, de los nombres heredados en la geografía del habla popular, quedó Tronconero: no por un acto oficial, sino por la persistencia del lenguaje que nace del pie descalzo, del barro y del humor campesino.

Origen de la voz Vigirima

Vigirima es más que un topónimo: es una evocación. En él resuena la vibración de los pasos indígenas, el eco de los conucos ancestrales y el rumor de los ríos que una vez arrullaron al jaguar. Las versiones sobre su origen son múltiples, como múltiples son las lenguas que allí se mezclaron antes del español. Algunos estudios sugieren que proviene del vocablo caribe "uiue-ima", que puede traducirse como "gran hacha" o "hacha sagrada" (Idler 1998), en alusión a un símbolo de poder y justicia entre los antiguos habitantes del territorio.

Pero más allá de la etimología y las pesquisas científicas, está la voz del pueblo. Francisco Tovar (n. 1949, 58) contaba que Vigirima fue el nombre de un gran cacique, espíritu vigilante de los montes, cuya presencia aún se siente cuando el río crece o cuando las piedras susurran bajo la lluvia. “Ese es el gran cacique Vigirima, el nombre de un indígena. Por eso es que ahí no se puede hacer nada malo en el caso de brujería. El gran cacique Vigirima. Ese es el nombre del Cacique de la tribu de Piedra Pintada y cuando él se revela hace desastre”, decía con solemnidad.


Más allá de lo que diga la historia escrita, está la verdad viva que aún susurra en la memoria del pueblo. No importa que los libros callen su nombre, ni que la historiografía oficial niegue su existencia: Vigirima vive en la palabra del pueblo, en la voz de los antiguos que aún nombran al cacique que, quizá, dio sentido a estas tierras. No se trata aquí de confirmar lo que ya fue dicho, sino de rescatar lo que fue silenciado, lo que fue custodiado con celo por generaciones de tronconereños que jamás dejaron morir su historia

Así, Vigirima no sólo nombra un espacio geográfico. Es también palabra-puente entre tiempos. Designa un linaje natural y espiritual, un nodo en la red antigua que une cerros, petroglifos, conucos y rezos.

Entre pilón, río, machete, barro y escardilla

La vida en Tronconero, durante las últimas décadas del siglo XIX y la primera mitad de siglo XX, se forjaba con las manos y el corazón. No existía la prisa moderna ni el ruido de los motores: sólo el canto del gallo y el viento, el crujido del pilón y el murmullo del río. Las casas, hechas de bahareque, caña brava y techos de gamelote, eran levantadas por los propios pobladores. Urbano "La lanza" Flores (n. 1941, 66 años al momento de su entrevista) recordaba cómo su padre levantaba las casas, construidas con fuerza comunitaria: "Mi papá cobijaba las casas, las paraba, y luego la gente se las pagaba poco a poco".

Las mujeres eran las guardianas del fogón y del saber ancestral. Fabricaban budares, tinajas, bateas y ollas con la tierra extraída de Piedra Pintada. Las mujeres aprendían a moldear la arcilla con paciencia, y la cocían con técnicas transmitidas por generaciones. 


Entre las sombras de las cocinas humeantes, la loza de barro y los caminos angostos de tierra que conducían al río, se alzaba una figura maternal cuya presencia imponía respeto y ternura: Eugenia Flores, la comadrona del pueblo. Así la recordó Miriam Brea (n. 1951, 56 años), con la certeza de quien creció escuchando su nombre como sinónimo de vida. Todos los niños nacidos en Tronconero le pedían la bendición, como si aún llevaran en la piel la huella de sus manos firmes y sabias. Porque era ella quien les picaba el ombligo, quien recibía los primeros llantos y aseguraba el tránsito del vientre a la tierra con una paz ancestral. No había médico ni sala de parto: estaba Eugenia, partera de generaciones, sacerdotisa silenciosa de la vida humilde. Su casa fue altar, su cuenco fue cuna, su palabra fue abrigo. Cada criatura que parió fue también suya, porque con cada nacimiento tejía un hilo más en el manto invisible que cubre y sostiene a Tronconero.

La comida era fruto de la tierra y del trueque. Raimundo Sumoza (n. 1942, 65 años) relataba cómo si una familia tenía maíz y otra fríjol, se intercambiaban sin necesidad de dinero. Las arepas eran de maíz pilado, molido en piedras o molinos de hierro, y el café se servía como ritual sagrado, al amanecer y al anochecer. Si faltaba, se pedía al vecino. 

Las mujeres iban a lavar al río. Volvían con las manos aún mojadas, el sol tatuado en la piel y el cuerpo vencido por el trabajo. Habían lavado la ropa de toda la casa, frotando con fuerza sobre la piedra mientras cuidaban a los niños, conversaban con las vecinas y espantaban al hambre con dignidad. Y cuando llegaban al hogar, a la pieza de barro y techo de gamelote, no siempre había cazuela ni carne esperándolas. Entonces, sin lamento, tomaban lo que hubiera: un pedazo de arepa, un trozo de papelón o apenas un chorrito de manteca. Y si el día estaba duro, bastaba la arepa con café, ese café que era rito, escudo y consuelo. Así comían las mujeres de Tronconero: sin quejarse, sin pedir más, pero alimentando con ese gesto simple la fortaleza de un pueblo. Porque no era lo que comían, sino cómo lo hacían: con el orgullo intacto, con la dignidad erguida, con el alma invencible.


Los hombres trabajaban la tierra con escardilla y machete. Sembraban maíz, frijol, quinchoncho, yuca, ocumo, batata. Cazaban y pescaban. Trabajaban con madera, fabricaban pilones, azafates, bateas. Con la caña fabricaban canastos. Criaban cochinos, gallinas y chivos que se soltaban por los potreros. 


Eusebio González (n. 1928, 79 años) relataba cómo, en tiempos de escasez el hambre rondaba como fiera suelta, como cuando pasó la plaga de langosta (alrededor de 1914) y los conucos fueron arrasados por millones de alas voraces. Pero el pueblo no se rindió. Rallaban la cabeza del cambur, exprimían la pepa de mamón, le sacaban la mancha y hacían arepa de lo que quedaba. Así sobrevivieron. Lo contaba el viejo Bernardito, dijo Eusebio, con voz de quien conoció el hambre y no se doblegó. Porque en Tronconero, hasta el cambur fue pan y el mamón, escudo. Y la dignidad, invicta.

El trabajo se organizaba en cayapas: ocho, diez, tal vez más, se reunían en un conuco, machete en mano, sancocho al fuego y aguardiente al centro. No se cobraba, porque la semana siguiente la cayapa sería en otro terreno, en otro hogar. Era ayuda por ayuda, maíz por caraota, sudor por fraternidad. Así se labró Tronconero: a golpe de cayapa, con las manos de todos. Grupos que ayudaban a uno y luego a otro, sin esperar paga, sólo un sancocho y un poco de aguardiente. Cuando el dinero era escaso pero la voluntad abundaba, nació la cayapa: pacto sin firma entre vecinos con el corazón dispuesto. 


Los roles estaban marcados, pero no eran opresivos. Las niñas aprendían desde pequeñas a pilar, moler y cuidar a los hermanos. Los niños cargaban agua, buscaban leña y ayudaban en la siembra. Miriam Brea (n. 1951, 56 años al momento de la entrevista) relataba que desde los once años ya trabajaba recogiendo algodón, buscando leña y moliendo maíz.

Tronconero era un tejido de manos laboriosas. Una comunidad donde el respeto era pilar de la convivencia, donde se compartía el pan y la pena, y donde cada acto cotidiano era una ofrenda a la dignidad del vivir.

La leyenda del mojano

Entre las sombras del monte y el susurro del río, camina aún una figura esquiva, temida y respetada: el mojano. No es un personaje cualquiera, sino una presencia que trasciende lo humano. Es, según los relatos, un hombre que ha aprendido oraciones antiguas y posee el poder de transmutación, de desvanecerse, de confundir a los ojos profanos.

En efecto, en los dominios antiguos del valle de Vigirima, donde los petroglifos de Piedra Pintada susurran todavía las oraciones de un mundo no olvidado, se cierne una figura envuelta en misterio, transformada por el tiempo, la devoción y la imposición colonial. Su leyenda, preservada entre las familias campesinas fundadoras de comunidades como Tronconero, emerge como un puente entre la espiritualidad indígena originaria y los miedos sembrados por la evangelización europea. Es una figura ancestral reinterpretada, un piache convertido en sombra, el chamán transmutado en bestia y brujo.

El Mojano, por ejemplo, era una figura perseguida por la Seguridad Nacional en los tiempos de la dictadura, por ser comunista o rebelde. Para escapar, se convertía en troncones, en racimo de cambur o en león. Carmen Obdulia Martínez (n. 1955, 52 años al momento de la entrevista) señaló: "Cuenta mi abuelita que había un hombre que la policía lo buscaba y nunca lo podían agarrar. Un día llegó la policía y él estaba dentro de la casa y que cuando entraron no consiguieron a nadie. Pero arriba de una silla había un racimo de cambur maduro y los policías agarraron cada uno un cambur. Cuando iban lejos el hombre dijo: -esos policías me comieron la camisa-. Él era el racimo de cambur”.

Alejandrina Figueredo (n. 1943, 64 años) nos relató algo similar: "ese hombre cuando lo denunciaron, porque le había echado una paliza a la mujer (…) y entonces lo andaba buscando la Seguridad Nacional (…) llegó la guardia a un patio e’ bolas, estaba jugando bolas y se le apareció…Entonces cuando la gente salió ansina lo que había era un troncón grandote (…) y en lo que la policía se fue, apareció el hombre… Era que el hombre se convertía en troncones”.

El Mojano "trabaja" con poderes oscuros, con saberes que podían traer consecuencias nefastas. Las fuerzas invocadas no eran del todo buenas. Eusebio González (n. 1928, 79 años) nos dijo que "El mojano es una persona que por medio de oraciones se convierte en eso. Magia negra, cosa mala”. Carmen Obdulia Martínez señaló lo mismo: "Eso a la final traía consecuencias, porque al trabajar con algo malo no podía traer nada bueno".

El Mojano es un ser con la capacidad de metamorfosearse en felino​. No cualquier felino, sino uno que vaga por las noches como advertencia y castigo, encarnando el temor de lo desconocido. Urbano Flores (n. 1941, 66 años al momento de la entrevista) nos relató: "asegún eran hombres que eran Takamajaki y se convertían en León Mojano que sabían oraciones". Martín Lozada (n. 1916) nos dijo que "el Mojano es un hombre que se volvía tigre". Ana Lucía Figueredo (n. 1943, 64 años) recordó: "También y que salía un león. Pero eso y que era un hombre que se convertía en león. Yo digo lo que he escuchado de la gente". Josefa López (n. 1929, 78 años), con cara de pasmo y asombro, recordó: "el bicho iba pasando igualito un lión; a mi me dio miedo salir para fuera otra vez, yo vi ese animal pero no se si era gente". Y es que el Mojano pasaba por las haciendas y se convertía en animal.


Esta imagen —la del hombre-león— remite con fuerza a antiguos relatos chamánicos de transformación animal, presentes en múltiples culturas indígenas del continente. El Mojano es sabio en oraciones, conocedor de hierbas, y habitante de los cerros y quebradas, donde la naturaleza aún guarda memoria de su poder. "El mojano en la quebrá e’ María: hay una cueva en una piedra, ahí vivía un mojano", nos contó Camilo González (n. 1948, 59 años).

El Mojano, entonces, "sabía oraciones". Podía escaparse de la policía. Sabía cosas que otros no. Se transformaba en troncones o en racimos de cambur, ocultándose a plena vista. Se burlaba de la temida Seguridad Nacional, la policia política del régimen de Marcos Pérez Jiménez en la década de 1950. Es el fugitivo del mundo antiguo. Incluso los policías que entraban a buscarlo terminaban comiéndose su camisa, convertida en frutas. Así de potente era su conjuro.

Haciendo una interpretación libre de los relatos, los "poderes" del Mojano fueron demonizados, quizá por la Iglesia católica, temerosa del poder simbólico de los rituales autóctonos. En vez de erradicarlos, los revistieron de pecado y superstición. Así, el Mojano, figura de sabiduría en la cosmovisión amerindia, fue asociado con lo maligno: se le tilda de ladrón, de brujo, de portador del mal. Pero, su leyenda resistió, no como horror, sino como testimonio de la persistencia de una manera de actuar y pensar en el mundo anterior a la cruz y la espada.

El Mojano, figura siniestra y respetada, habita en la frontera entre lo visible y lo invisible.  Es una memoria viva de los saberes antiguos, de los conjuros olvidados, de la lucha por sobrevivir desde el monte, desde la sombra. Es el símbolo de una resistencia espiritual originaria, de una sabiduría que aún susurra entre los árboles y que recuerda que Tronconero es heredera directa de un sistema de creencias que nunca fue erradicado del todo. Las montañas guardan secretos. La leyenda del Mojano, así como las piedras grabadas, los pasos del río, los velorios de cruz y los cantos del niño, son fragmentos de una espiritualidad profundamente enraizada en el paisaje.

La tierra fue testigo: de los terratenientes a los latifundistas

Francisco Tovar (n. 1949, 58 años al momento de la entrevista) nos explicó que las tierras de Tronconero y de todo el valle de Vigirima antiguamente pertenecían a los "Tovar y Tovar", grandes hacendados que poseían cañaverales, ganado y colonias de trabajadores. Ambrosia Anicasia Lozada (68 años, n. 1938) nos reiteraba que "En aquellos tiempos la cosa era brava cuando esos terratenientes, unos tales Toro, de apellido Toro y que tenían caña sembrada, ganado".

Estos relatos encuentran eco en las fuentes documentales del entresiglos XVIII-XIX, que refieren a los "Tovar y Tovar" como una de las familias más influyentes de la provincia de Caracas, propietaria de vastas extensiones de tierra en la región de Guacara y sus alrededores. De hecho, el título de Conde de Tovar fue heredado dentro de esta estirpe aristocrática, ligada directamente a la administración colonial y al control de los ingenios azucareros. Asimismo, el Marqués del Toro, uno de los más conspicuos representantes de la élite mantuana caraqueña, mantuvo posesiones significativas en la cuenca del lago de Valencia, incluyendo haciendas como Mocundo, que según registros del propio Alexander von Humboldt, producía caña de azúcar con el trabajo de más de doscientos esclavizados. 

Tenemos que en tierras de lo que hoy es Guacara y, particularmente, Tronconero, se tejió una historia de poder concentrado, trabajo esclavista y resistencia silente, cuyo eco pervive aún en las palabras de quienes heredaron los linderos del recuerdo.

Más tarde, durante el período republicano, las tierras pasaron, según nos contaron, a manos de los "Vallís". Muchos evocaron con respeto la figura de Alberto Vallís, quien permitió a familias campesinas ocupar tierras para el sustento en un tiempo donde el trabajo valía más que el papel firmado. Para los "antiguos", los Vallís fueron dueños justos, cuya presencia marcó una época de relativa autonomía para el campesinado local. Como rememora Martín Lozada (n. 1916, 91 años), “cuando Esteban Alberto Vallís, toda la gente tenía su fundo, cada quien tenía su derecho, su agricultura y en varias partes ganado, bestias, burro”. No eran tiempos de abundancia, pero sí de dignidad y trabajo con sentido de pertenencia. El recuerdo de los "Vallís" evoca una etapa en la que las relaciones sociales eran más equitativas y humanas.

Después, entre engaños y presiones según se recuerda, las tierras pasaron a los "Pimentel". Fue un tiempo en que los tronconereños intentaron vivir con dignidad, resistiendo al despojo desde la semilla. Martín Lozada (n. 1916) contaba con la serenidad de quien ha sobrevivido a los tiempos duros y aún tiene la voz intacta para advertir: La gente en el tiempo de Pimentel tenía que pagar piso cada doce meses para tener el terreno donde sembraba y vivía. Si no pagaba el piso lo sacaban y se lo daban a otro". Así fue: si no se pagaba, se les despojaba sin clemencia, y la tierra pasaba a otras manos. No importaban los años de labranza, ni el sudor dejado en los conucos, ni los árboles criados desde semilla. Pimentel gobernaba como dios de sombra. Lo que no se pagaba, se perdía. Muchos sucumbieron. Francisco Tovar (n. 1949, 58 años) lo sintetiza con claridad: “La gente antes de los Pimenteles le trabajaba a los hacendados, a los Vallís, luego la situación económica era más restringida cuando Pimentel compra y la gente tiene que emigrar”.

Nuevamente los relatos de los "antiguos" encuentran su par en los archivos documentales. Cuando las tierras guacareñas respiraban aún el aliento de las haciendas coloniales, y hasta mediados de siglo XX poco más o menos, tuvieron protagonismo dos nombres que darían forma al paisaje y al destino de Guacara: los Wallys y los Pimentel. A los primeros, descendientes de inmigrantes, se les tilda de pioneros de la modernización agrícola, que, con visión de futuro, transformaron la antigua estructura rural en una red productiva de trapiches, siembras de caña y campos de añil. Sus haciendas —como El Toco— eran centros de trabajo, pero también de aprendizaje y convivencia. 

Luego vendría el general Antonio Pimentel, hombre fuerte del gomecismo, cuya huella aún se percibe en las viejas estructuras de la Quinta Pimentel de Vigirima, en los patios de secado de café y en los restos de un sistema hidráulico que asombraba por su ingeniería. Dueño de vastas extensiones, desde Vigirima hasta las orillas del lago, fue un latifundista a gran escala, sí, pero también un organizador del territorio y promotor de la economía local. A su sombra florecieron cultivos, se abrieron caminos y llegaron máquinas de Europa. Su figura, aunque discutida, está tejida en la memoria de la tierra como parte de su tejido vital. 


En ellos, Vallís y Pimentel, se cruzaron las contradicciones de su tiempo: progreso y control, abundancia y desigualdad, poder y permanencia. Fueron, en su hora, los custodios de una era que moldeó la historia no contada de Tronconero. Así lo vivieron los abuelos, entre ellos Martín, que vio con sus propios ojos cómo los pobres eran arrancados del suelo como si fuesen maleza. Y sin embargo, no se rindieron. Resistieron. Porque sabían que una comunidad no se edifica con papeles, sino con memoria, con sangre y con dignidad.

La loza de Piedra Pintada 

En lo alto del tiempo y en donde la zona plana se une al monte, donde la palabra se convierte en eco y el eco en mito, se erige la majestad de Piedra Pintada, un enclave que resguarda, como un corazón mineral, el pulso ancestral de las tierras tronconereñas. No es un paraje cualquiera: es altar, es umbral, es el testigo silente de los cantos del pasado, de los rituales que tejieron la urdimbre espiritual y simbólica de los pueblos originarios, de los grabados que no son marcas sino pactos con lo invisible. Allí, donde el trazo se vuelve rezo tallado, los antiguos supieron conjurar su manera de pensar y sentir en el mundo.

Silenciosa y majestuosa, Piedra Pintada fue durante generaciones un lugar de misterio y respeto. No era sitio para habitar, sino para la fascinación. Las piedras grabadas que la cubren eran tenidas como obra de los antiguos, de los "indios" sabios que hablaban con el río, con el sol y con las estrellas. La comunidad la consideraba un espacio particular, y por eso, nadie se atrevía a construir ni a profanar su entorno.

Hasta mediados del siglo XX, este paraje fue un silencio de potrero y maleza. Era evitado con cautela por los fundadores de Tronconero, quienes construyeron sus viviendas lejos del cerro para no perturbar lo que la intuición colectiva quizá designaba como sitio agorero. Y no sin razón: el primer investigador que visitó sus predios en 1939, compiló, sin decir su procedencia, el nombre con el cual se conocía el paraje: Cocorote. En los labios de la montaña, ya ese nombre portaba presagio. Lo decía el canto del ave: “Cocorote canta, indio se muere”, sentencia repetida por generaciones que, sin creer, veían suceder. 

Si el investigador compiló el nombre de los tronconereños, el olvido institucional lo despojó del mapa. Pero no de la memoria. Allí, entre los ecos del cerro y el murmullo de los viejos, Cocorote seguía latiendo, más real que cualquier línea en los registros. Era un sitio de respeto, de esos que la gente bordea en silencio, donde el canto de un pájaro basta para detener el machete. No se construía allí, no se hablaba de él sin mirar al suelo, y no por miedo, sino por reverencia. Porque sabían que hay lugares donde la tierra respira más hondo, donde el tiempo se enrosca como culebra vieja, y donde el nombre que sobrevive al silencio —Cocorote— guarda la llave de un misterio que aún no se ha dicho del todo.

En ese aislamiento impuesto, entre el temor y el respeto, Piedra Pintada resistió el olvido, preservando el aura que, desde los tiempos de las culturas amerindias, le había sido asignada por quienes grababan en piedra símbolos eternos. Piedra Pintada no era sitio para morar: era espacio de conexión, de ceremonia, de tránsito entre mundos. Su carácter ritual —que asoma en cada petroglifo y construcción pétrea— parece haber infundido a su alrededor un halo de misterio, capaz de disuadir el hacha del campesino y el paso del ganado.

Pero incluso en la distancia, las mujeres de Tronconero supieron conjurar su misterio y escuchar su silencio. Ellas, herederas de antiguas memorias, iniciaron la ascensión silenciosa a Piedra Pintada, en busca de una tierra especial, tierra de loza, arcilla fértil y arcana. Subían con sus hijas y nietas donde el barro sagrado brota bajo el canto del Cocorote, y allí recolectaban la materia prima para los budares, las tinajas, las ollas: utensilios que no eran solo objetos, sino continuidad de un saber que los antiguos, los originarios, ya manejaban con maestría desde milenios.


¿Quién enseñó a estas mujeres el camino hacia la veta arcillosa? ¿De qué memoria profunda surgió el impulso de modelar, con manos firmes, la misma tierra que los antiguos pisaron descalzos? Los testimonios indican que una maestra locera de Yagua fue quien les mostró el oficio. Sin embargo, las formas cerámicas, los hornos excavados en tierra, la ausencia de torno y el proceso de horneado por zanja revelan ecos de una tecnología más antigua, emparentada con el legado aborigen.

Cabe entonces preguntarse si la enseñanza fue realmente un inicio o apenas el recordatorio de una herencia que dormía en la sangre. Porque tal vez no aprendieron, sino que recordaron. O quizá esas mujeres de Tronconero ya venían por linaje con el saber alfarero tatuado en las manos, como un saber transmitido de madre a hija desde los tiempos en que las cazuelas se cocían al borde del fogón comunal, y las tinajas eran hechas para contener no solo agua, sino la memoria misma del barro. En sus dedos, la arcilla no era materia: era vínculo, era rezo, era historia viva girando sin torno sobre el eje invisible de la tradición.

En efecto: Juana Ramona Castillo (n. 1947, 60 años) rememoraba que "Mi abuela contaba que iban a buscar tierra de losa en la zona de Piedra Pintada para hacer budares, tinajas o las ollas". También Carmen Obdulia Martínez (n. 1955, 52 años) recordaba que a Piedra Pintada las mujeres subían para recoger la tierra especial con la que hacían los budares, las tinajas y las vasijas de barro: "Mi abuela hacía tinaja y yo la acompañaba a un sitio por allá por Piedra Pintada, donde había una tierra para hacer tinaja y budares. Eso se horneaba. Algunas veces se quebraban, otros quedaban bueno [...] Ahí como que vivieron indios porque la gente decía eso es de los indios. Las piedras que están paradas ahí, me decían que eran donde los indios peleaban, donde se escondían los indios".

Muchas "antiguas" narraban así cómo su madre y su abuela la llevaban desde niña a recoger la loza de Piedra Pintada. Iban a pie, con bateas y palas, y cargaban la tierra en sacos, cuidando de no revolverla con piedras ni raíces. Luego la amasaban con agua y una arenilla especial, la moldeaban con las manos de modo que no le quedaran ningún grumo, y la dejaban secar a la sombra por varios días. Josefa López (n. 1929, 78 años) describía con precisión el proceso del horneado: se hacía una zanja en el suelo, se colocaban chamizas, palos secos y se colocaban los budares crudos. Encima se echaba tierra, dejando sólo un hueco por donde prender el fuego. El horno ardía por horas, como un volcán bajo tierra. Los que quedaban enteros, eran resistentes y duraderos. Los que estallaban, dejaban una enseñanza: había que amasar con más cuidado, no hablar de más, no trabajar en creciente.

Esta tradición fue también una escuela. La técnica se aprendía viendo, tocando, haciendo. No había manual ni maestra formal: la maestra era la abuela, la tía, la vecina que sabía. Y cada budare era distinto, como distinto era el barro, el fuego y la mujer que lo hacía. 

Pero, no puede dejar de recordarse a la "señora que venía de Yagua". Su nombre se ha perdido en el murmullo del tiempo, pero cuya obra permanece viva en cada tinaja, budare y olla nacida del barro. "En Piedra pintada había un sitio que le llamaban la loza donde se buscaba tierra para hacer budares, tinaja; las hacía una señora que venía de Yagua y enseñaba las de aquí", decía Juana Francisca Brea (n. 1938, 69 años)Maestra anónima de la tierra moldeada, la "señora que venía de Yagua" se desplazaba desde su pueblo para enseñar a las mujeres de Tronconero el arte ancestral de trabajar la loza: cómo buscar la tierra en Piedra Pintada y en Agua Blanca, cómo amasarla, darle forma y hornearla con la paciencia de siglos. Fue ella, según este testimonio, quien encendería en muchas abuelas el fuego de una tradición que convirtió a sus manos en memoria. Gracias a su legado, la cerámica dejó de ser solo utensilio y se convirtió en símbolo, en raíz, en voz femenina de la tierra.

La arcilla de Piedra Pintada fue, y sigue siendo, más que materia: es médium entre generaciones. Así como los grabados rupestres convocan lo sagrado, la alfarería invoca la utilidad mágica del barro: dar forma a lo que nutre, a lo que conserva, a lo que invoca. En este sentido, las mujeres de Tronconero no sólo alzaban recipientes al fuego, sino que reactivaban, sin saberlo quizás, un linaje de mujeres alfareras que, en el tiempo de los caciques y los cantos shamánicos, amasaban barro para la vida y la ofrenda.

Y así, mientras el cerro guardaba su secreto bajo nombres de augurio y soledad, en sus entrañas latía la misma matriz que dio sustento al arte rupestre: la conjunción de materia, intención y símbolo. Las subidas a buscar tierra de loza no eran simples actos cotidianos: eran actos de comunión con el pasado profundo. Ellas, las loceras de Tronconero, ascendían como sacerdotisas laicas al templo silente del tiempo.

Hoy, Piedra Pintada aún se yergue. Ya no tan aislada, ya más conocida, pero aún vibrando con la memoria de quienes tallaron su superficie y de quienes, con manos de barro y fuego, modelaron la continuidad del gesto. Entre el cerro Cocorote y la tierra de loza se teje la verdadera historia: una historia no contada, tejida por mujeres, por sabidurías que se niegan a morir, por comunidades que supieron intuir —sin palabras, sin archivos— el valor invisible del sitio sagrado.

Porque Piedra Pintada no sólo es un espacio: es un alma del territorio. Y su loza, su arcilla, sus líneas grabadas, son fragmentos de la memoria no olvidada de un pueblo que aún pulsa bajo el barro.

Piedra Pintada fue y sigue siendo un relicario de la memoria aborigen, un altar sin templo visible, un umbral entre el tiempo de los hombres y el de los espíritus. En cada petroglifo, en cada trazo oculto bajo el musgo, vive la voz de un pasado que aún no ha dejado de hablar.

El ritual del río: lavar, conversar y compartir

El río fue mucho más que una fuente de agua: fue escuela, confesionario, espacio sagrado y punto de encuentro para las mujeres de Tronconero. En sus orillas se reunían a lavar la ropa, pero también a trenzar historias, a compartir silencios y a fortalecer la memoria comunitaria. Lavaban de rodillas, con piedras de base y jabones artesanales, dejando que el agua arrastrara la suciedad del día y la pena del alma.

Elia María Brea (n. 1938, 68 años) recordaba que los lunes eran días grandes de lavado. Se bajaba en grupo, con bateas de madera sobre la cabeza y los niños colgados del brazo. Cada quien tenía su piedra asignada, y se respetaba ese sitio como un altar. "Ahí se lavaba, pero también se lloraba, se reía y se hablaba de todo", decía.

Delia Brea (n. 1949, 58 años) evocaba cómo las mujeres cantaban mientras restregaban, y que en el canto se mezclaban rezos, coplas y retahílas aprendidas de sus madres. Se hablaba de los maridos, de los partos, de las vecinas, de los santos y de las penas. El río, testigo de todo, lo guardaba en su corriente.

Josefa López (n. 1929, 78 años) explicaba que no era sólo lavar: era encontrarse. Si una mujer faltaba al río, alguien iba a buscarla. Si alguien se enfermaba, la batea era llevada por otra. Allí también se enseñaba a las niñas a ser mujeres, a cuidar el cuerpo, a ayudar a otras, a observar los signos del agua.


Ángel Alfonzo Lozada (nuestro compañero y coautor en este proyecto), hijo de Valeria Lozada, recordaba que las mujeres pasaban el día entero lavando en los playones del río. Sus esposos les llevaban el almuerzo, o ellas compartían entre sí lo que llevaban en totumas: a veces un dedazo de papelón, otras un hervido que se repartía entre todas. Contaba cómo, de niño, se quedaba en la orilla viendo a su madre restregar y tender sobre las piedras, y cómo ese sonido del agua golpeando la tela era el canto de cada mañana.

En esos rituales cotidianos, la comunidad se tejía con fuerza invisible. El río era madre y espejo. Y las piedras, talladas por el agua, guardaban las huellas de aquellas que, sin saberlo, construían historia mientras restregaban camisas y colchas heredadas.

Relatos, leyendas y celebraciones 

Entre fogones y cantos, los antiguos habitantes de Tronconero tejían su mundo con gestos que eran también ritual. La vida no estaba separada de la creencia, ni la fiesta del trabajo. En las noches sin luz, bajo techos de palma y bahareque, los cuentos fluían como parte del alimento. Se hablaba del Silbón, del Ánima Sola, del jinete sin cabeza. Pero también de santos que caminaban y de cruces que brillaban en el monte.

En el mes de mayo, cuando los cerros reverdecían bajo la caricia tibia de los vientos, el pueblo de Tronconero se vestía de júbilo: llegaba el Velorio de la Cruz. El dos, manos piadosas adornaban la Cruz con cintas y flores, y el tres ascendían los devotos que, entre rezos y promesas, renovaban su fe en la cumbre. Si la fecha caía en jornada laboral, el sábado era día de velorio, día de esperanza. ¡Qué fiesta era aquella! Los niños, con el alma inflamada de ilusiones, trepaban la montaña soñando en las galletas y caramelos que, como pequeños tesoros, se repartían entre los asistentes. En la década de 1960, la procesión, de respeto solemne y orden riguroso, serpenteaba hasta la casa de doña Rosa Ochoa, donde una travesía singular tenía lugar: los muchachos, disputándose a gritos y risas los perolitos de cocina, improvisaban candeleros para sus velas encendidas. En esa morada pródiga, donde había desde la pluma más diminuta hasta la más grande, y donde gallinas y gallos enanos correteaban entre patios soleados, la niñez de Tronconero descubría los secretos humildes de la abundancia. Así, entre peleas por los peroles y el aroma dulce de las chucherías, la memoria de un pueblo forjaba su rito más querido, su vínculo más puro con la tierra y los ancestros.


Los velorios de Cruz se hacían con mucho respeto. Era puro cantarle a la Cruz y rezar, se cantaban décimas y tonos también. Todos daban para la cruz, todos cantaban. Silvestre Figueredo (n. 1928, 79 años), recordaba que los Velorios, muy bonitos y respetados, se hacían en casa de Ernesto Pulgar y Jesús Villegas. Delia Brea (n. 1949, 58 años), relataba que la cruz se puso en ese cerro porque, según "los viejos de antes, que en esos sitios donde salía espantos o sucedía algo malo colocaban una cruz".

Rosalía Figueredo (n. 1921, 86 años) contaba que para la Cruz de Mayo se preparaban altares adornados con flores del campo, se rezaba toda la noche, y al amanecer se ofrecía guarapo, café, dulce de lechosa, y serenatas. La cruz era adornada con palma bendita, rosarios, cintas y velas. "Esa fiesta era sagrada", decía. No podía faltar el canto del velorio, con décimas y rezos que pasaban de generación en generación.

Juana Ramona Castillo (n. 1947, 60 años), contaba que en mayo era la tradición de la Cruz, donde "la gente sembraba y en la tarde toda la gente subía al cerro a hacerle el rosario y a cantarle. Eso era cohete y cohete. Luego la bajaban para hacerle el velorio". Según recordaba, los Velorios se hacían en casa de Teodora Ochoa y Cupertino Márquez. "Los velorios de Cruz que yo me acuerdo, era el seños Cupertino Márquez, que era devoto de la Cruz", relataba Antonia Patacón Ulloa (n. 1927, 80 años).

Los velorios, plenos de reverencia, eran rituales donde la voz colectiva tejía un puente entre el cielo y la tierra. Se cantaban tonos antiguos, como el “Dios te salve María, María mirable, que sin culpa ni mancha tú eres mi madre”, y las respuestas vibraban en la noche: “Bajo de tu amparo nos acogemos, María admirable, favorecenos”. Las décimas, impregnadas de sabiduría popular, acompañaban la plegaria: “Quien tuviera un tafetal tal ancho como el la mar”, clamaban unos, y los otros respondían en coro solemne. Y aún resonaba en la memoria la enseñanza cantada: “Un rico se condenó, por ser rico y temerario, se volvió pezjo en mar, pero lo salvó el Rosario”. Así, entre rezos, cantos y versos, la comunidad mantenía encendida la llama del espíritu antiguo, resguardando en cada palabra el alma profunda de sus mayores.

Cuando se acercaban los días de San Juan, en Tronconero el tiempo mismo parecía latir al compás de los tambores. Tres días antes, ya las manos curtidas de José Martínez, Eufrasio Martínez, Esteban López, Jesús Villegas, Leonardo Figueredo y Urbano Flores comenzaban a despertar la tierra con sus golpes ancestrales. Era un estruendo de vida que no cesaba: “Gavilán cojí, gavilán cojió, por el tutumillo, sambo por ahí se mandó”, cantaban los hombres en coro vibrante, desafiando el silencio de la noche. El espíritu de los siete gavilanes surcaba el aire mientras el canto proclamaba: “Cuando el pollo hizo pío, ya yo lo tengo esplumao”. Entre décimas festivas y estallidos de tambor, se entonaba el lamento y la esperanza: “Bendito sea Dios señores, de la suerte que ha llegado con la sepultura abierta, muerto pero no esterrao”. Y en las pausas, como un susurro de la montaña misma, surgían coplas de juego: “Ee eea, tiende la yuca, tiende el casabe, menealo bien negra como tú lo sabes”. Hasta el amanecer, bañados en el río bajo las estrellas, los hijos de Tronconero celebraban al santo, fundiendo su alma con el rumor eterno de los tambores. Las mujeres danzaban con faldas de colores, los hombres tocaban tambor y cuatro. El santo salía en procesión entre cohetes, gritos y oraciones. 


Cuando las pascuas se desbordaban en alegría y el eco de los aguinaldos aún flotaba en el aire, Tronconero se reunía para honrar al Niño Dios en velorios llenos de fervor y esperanza. La imagen sagrada, llevada en brazos devotos, cruzaba senderos y montañas, visitando Los Colorados, La Josefina, Las Rosas, El Corozo y El Jengibre, como un manto de bendiciones que cubría la tierra. Al ritmo ancestral de la charrasca, la tambora, el cuatro y las maracas, tres pastores —así llamados los cantores— entonaban versos humildes y jubilosos, pidiendo posada en cada casa iluminada por la fe. El canto resonaba bajo las estrellas y en cada acorde vivía el recuerdo de los ancestros, sellando en la memoria del pueblo la certeza de que el Niño bendecía sus caminos. Así, entre sones y rezos, se tejía un lazo indestructible entre el cielo y la tierra, entre el ayer y el hoy de Tronconero.

En los días en que la muerte visitaba Tronconero, el dolor se entrelazaba con una devoción solemne. Los entierros se realizaban a pie, cruzando campos y veredas hasta Guacara, y si el difunto contaba con pocos cargadores, los dolientes, en voz queda, pedían al alma: “Póngase livianito, que somos pocos los cargadores”. Si las lluvias enfurecían y el río crecido impedía el paso, los muertos debían ser velados hasta tres días, preservados con cal y las oraciones de los suyos. El velorio era un ritual de vigilia sagrada: el altar se quebraba en la última noche, mientras el rosario resonaba hasta las doce, la hora en que el alma emprendía su viaje. Julio Riera, el rezandero del pueblo, era quien guiaba estos tránsitos: con canto trémulo entonaba el "Bendito, bendito, bendito, sea Dios, los ángeles cantan obrando a Dios", mientras enfrentaba las almas reacias, que lloraban su partida en las sombras. Con sahumerios, agua bendita y firmeza en su fe, Julio lograba que el espíritu hallara la puerta hacia la luz, quedando al final de cada combate espiritual, agotado pero victorioso, fiel servidor del último adiós.


Los carnavales eran otro momento de celebración popular. Delia Brea (n. 1949, 58 años) recordaba el uso de la "sonrisa", ese polvo rosado que se lanzaba entre amigos como juego. Se usaban máscaras hechas a mano, y las comparsas recorrían los caminos del caserío entre risas y música. La bodega de Viviano se convertía en el corazón palpitante de la alegría. Con el piano de manilla resonando como un trueno de fiesta, nadie dejaba pasar la oportunidad de bailar hasta que el alba rompiera sobre los cerros. Un arreo de mujeres valientes —Juliana Martínez, Domitila Rivero, María de Jesús González, Ernesta, Pilar Ramírez, Marcelina y su hija—, guiadas por la osadía y el gozo, partía hacia Vigirima, escoltadas apenas por Tiburcio Guillén y Víctor Martínez, dos custodios del honor y la camaradería. Bailaban bajo la luna con el alma libre, y al despuntar el amanecer regresaban a sus hogares, sin descanso, a cumplir sus faenas: moler el maíz para las arepas, cargar agua del río, recoger leña, dejar el hogar en orden. Todo para, al caer la tarde, lanzarse otra vez a la conquista de la fiesta en Guacara, donde la música y la vida volvían a entrelazarse en un mismo latido.

Cada fecha tenía su sentido, su ritual, su razón de ser. Estas celebraciones no eran folclor vacío, sino pactos simbólicos entre el pueblo y su entorno. Así como se cultivaba el maíz, se cultivaba también la tradición. Así como se curaban las dolencias con ruda y oraciones, se sanaba el alma con canto, tambor y promesa.

Muerte, centellas y ánimas en pena

Tronconero también está hecho de relatos oscuros, de misterios que estremecen el alma y de historias que los antiguos contaban con voz baja, mirando de reojo el monte. Entre ellas, la muerte de Bartolo Brea marcó una huella profunda en la memoria local. Alto, fornido, de cabellos claros y ojos azules que reflejaban la vastedad del cielo, era un hombre de gran elegancia y vigor, maestro del violín, del arpa, de la guitarra, y barbero de manos diestras. Su figura imponente llenaba las bodegas de música y vida, hasta aquella noche funesta de 1935, cuando la traición se tendió en la oscuridad. En medio de una reunión, en una bodega cuya ubicación se ha perdido en el rumor del tiempo, apagaron la luz y la emboscada se consumó: diecisiete puñaladas apagaron la melodía de su existencia. Los perpetradores cargaron con la infamia de su muerte, encarcelados por arrebatarle al pueblo a uno de sus más queridos hijos. Bartolo, sin embargo, dejó su huella perpetua en la niña que crió como hija, María Victoria Brea, forjando así una estirpe que nunca olvidó el temple y la nobleza de aquel titán de la vida sencilla.


Por otro lado, una centella —esa chispa viva del cielo— cayó sin aviso sobre un grupo de hombres que se refugiaban bajo un samán durante una tormenta. El trueno los sorprendió juntos, y el rayo los encontró apiñados. Desde aquel día, ningún campesino volvió a resguardarse bajo grandes árboles en época de lluvia. Era el 4 de octubre de 1962, cuando el cielo, enfurecido en relámpagos y truenos, cubrió a Tronconero con su manto de tempestad. A las cinco de la tarde, en el humilde patio de una casa campesina, cayó la centella fatal, fulminando en un solo golpe la vida de Pastora, que pilaba maíz con el ritmo de los antiguos, y de su padre, el señor Tiburcio, que escuchaba absorto las voces del mundo a través del radio. El rayo no sólo arrebató a los dos en un instante sagrado y terrible, sino que también carbonizó un árbol de mango, símbolo de vida y sombra, y se llevó a un perro, un perico y una gallina, como si la furia de la tormenta reclamara todo lo que respirara bajo su estallido. Aquel día quedó grabado en la memoria de Tronconero como una herida abierta en el corazón de su gente, un recordatorio de que también la naturaleza, en su desbordada majestad, custodia misterios de dolor y despedida.

No muy lejos de allí, junto al viejo árbol de mango Antonia Patacón, las ánimas en pena tenían por costumbre aparecer. Bajo ese árbol, se decía, rondaba un muerto indeciso, que susurraba entre risas heladas: “¿Caigo o no caigo?”. En las noches sin luna, se escuchaban cadenas arrastrarse y voces apagadas que murmuraban oraciones. Y es que cuando el viento soplaba entre los cujíes y el silencio se espesaba como neblina, los caminos se poblaban de leyendas vivas. Algunos, como el señor Andrés Villegas, enfrentaban los horrores con bravura: al ver venir el carretón espectral, zapateó tres veces sobre la tierra y el espanto se desvaneció como humo. Otros no tuvieron igual fortuna: frente al mismo mango, se le apareció a un hombre una cochina fantasmal rodeada de lechones, lanzándole arena como si quisiera arrastrarlo al otro mundo. Y no faltaba quien, en noches de luna nueva, viera pasar a un jinete siniestro montado en un caballo, fumando tabaco bajo la sombra temible del árbol, como un heraldo del más allá. Así, entre susurros, valientes y temblores, la gente de Tronconero aprendió a respetar los misterios de su propia tierra.

Estas historias no eran sólo superstición: eran advertencias, enseñanzas codificadas para las nuevas generaciones. Eran también formas de mantener viva la conciencia de que en Tronconero, la vida y la muerte, lo visible y lo invisible, compartían el mismo camino.

La urna de la caridad, el hueso compartido y la plaga de langostas

En los recuerdos más hondos de la comunidad permanece viva la historia de la urna de la caridad. Pero no se trataba de una caja de limosnas ni de un altar de ofrendas: era una urna fúnebre, una caja mortuoria que pasaba de familia en familia cuando moría alguien del caserío. La pobreza era tal, que no se podía pagar una urna nueva para cada difunto. Por eso, se guardaba cuidadosamente la caja y se reutilizaba, en un gesto de profunda dignidad y solidaridad. Esa urna, recordaba Eusebio González (n. 1926, 80 años), la tenían para los más pobres. Metían allí al difunto "y al llegar al cementerio lo sacaban y lo enterraban en la tierra pelá". Esa urna era más que madera: era símbolo del ciclo compartido de la vida y la muerte.

Entre las viejas tradiciones de Tronconero, resplandece con ternura la memoria del "Hueso de la Caridad", custodio humilde de la solidaridad entre vecinos. Era la abuela de Rosalía Figueredo de donde se remonta aquel sagrado ritual: compraba mondongo y guardaba las patas enteras, sin picarlas para no perder el sabor profundo que ellas atesoraban. Aquellas patas, embojotadas en hojas frescas de cambur y guindadas como un tesoro, conservaban intacta su mantequita dorada. Cuando alguna comadre pedía ayuda para dar sabor a su olla, se enviaba el recado: “Vallan pa’ que mi comadre, pa’ que me preste el gusto”. Así la pata viajaba de casa en casa, sancochada con reverencia en una simple lata, y devuelta luego, enfriada y envuelta otra vez en hojas, lista para otra caridad. Solo cuando la pata ya no destilaba su esencia, se compartía su carne como quien recibe una bendición. En esa humilde pata de res palpitaba el espíritu profundo de Tronconero: la generosidad sin medida, la fraternidad viva en cada soplo de la cocina.


Pero no todo era ingenio y esperanza. Hubo tiempos de ruina y desconsuelo. Una plaga de langostas azotó los conucos de Tronconero en tiempos que aún estremecen la memoria de los más viejos. El año 1918 quedó marcado como el tiempo de la gran devastación, cuando una nube de langostas, densa como la noche misma, cubrió el cielo y apagó la luz del sol. Por donde pasaba la plaga, los campos quedaban desolados, los árboles pelados como si hubiesen sido arrasados por una tormenta de fuego. Guillermo Flores recordaba los relatos de su suegro: el crujir de las ramas quebrándose bajo el peso inmenso de los millones de insectos era un estruendo de horror sobre las montañas de Vigirima. Miriam Brea contaba que en aquellos días amargos, la gente tuvo que sobrevivir sancochando cabezas de cambur y moliendo pepas de mamón para hacer arepas. Martín Lozada, que apenas era un niño de dos años, guardaba en su memoria la visión de los sembradíos arrasados, de las matas de cambur devoradas hasta sus raíces. Fue un tiempo de hambre y resistencia, donde el espíritu del pueblo se templó como el acero, aprendiendo a sacar vida de entre las ruinas que dejó la voraz embestida del cielo.

La comunidad se organizó para espantarlas: hacían humo con hojas verdes, tocaban campanas improvisadas, golpeaban latas para ahuyentarlas. Pero el daño fue profundo. La comida escaseó por semanas, y muchas familias debieron subsistir con agua de cambur, bollitos secos o raíces hervidas.

A pesar de la devastación, nadie abandonó el conuco. Se volvió a sembrar. Se compartió lo poco. Y se ofreció una misa de promesa a San Isidro, pidiendo lluvia buena, cosecha justa y un año sin plagas. Esa fe en la siembra y en el prójimo fue, y sigue siendo, el cimiento espiritual de Tronconero.

Palabras finales: que la memoria siga encendida

Este trabajo, tejido con los hilos invisibles de la memoria oral, no es un punto final, sino una llama encendida que espera ser avivada por las nuevas generaciones de Tronconero. No se trata de un relato cerrado ni de una historia concluida: es una reconstrucción en curso, una grieta en el muro del olvido por donde se cuela la voz de los antiguos. En cada nombre rescatado, en cada fecha aproximada, en cada oficio que revive en las palabras de los mayores, hay una afirmación: aquí estuvimos, aquí resistimos, aquí seguimos.

Estos personajes —desde los abuelos del cerro hasta los cantores del plan, desde las manos que parieron en silencio hasta las que levantaron bateas o velaron con cantos a la Cruz— construyeron una identidad, no con riquezas ni títulos, sino con sencillez, trabajo, alegría y dolor compartido. En tiempos de hambre, tejieron redes de ayuda; en tiempos de fiesta, compartieron hasta la última hallaca; y en tiempos de muerte, se sostuvieron unos a otros en la ternura de lo colectivo.

A ustedes, jóvenes de hoy y de mañana, les corresponde cuidar lo que aún vive, registrar lo que aún se dice, buscar a los que todavía recuerdan. Porque la historia de Tronconero no está sólo en este texto ni en los archivos: está viva en cada patio barrido, en cada tambor que suena en mayo, en cada voz que dice “eso me lo contaba mi abuela”. Que este legado no sea ceniza, sino semilla.

No dejemos que la memoria se apague. Que cada generación que venga pueda sumar nombres, añadir relatos, descubrir nuevas verdades ocultas bajo la tierra roja de los conucos y los troncones del pasado. Esta es la historia no contada de Tronconero. Que siga contándose.


Lo que se entrega es fruto del esfuerzo
 de quienes esperamos recuperar la memoria 
de lo que fuimos y somos sin saberlo. 
De quienes soñamos volver a vivir la libertad plena 
de sentirnos seguros al cobijo de la sana convivencia. 
De quienes buscamos respuestas en lo que se va.

Escudriñamos para apegarnos 
al bullicioso silencio de nuestros genes. 
Ese grito silente que habla entre líneas, 
ininteligible por el embotamiento de los espejismos. 
Las ánimas cuelgan de nuestros péndulos, 
silban la incoherencia amasada con apatía. 

Se pierden espacios, 
aguas que preñaban son ahora evaporación de soledades. 
Nos ahogamos en la contrariedad de fatua vanidad. 
La tierra grita y espera, fiel, 
la última palabra volcada.

Adeudamos a nuestros ancestros. 
El anonimato, ni siquiera un nombre, 
un recuerdo, una indiferencia. 
¡Ay cómo extraño lo que no sé! 
Una añoranza entre cuentos, 
el camino de olores y fragancias que evocan una historia,
 una leyenda, un mito. 

Recordemos, lo que somos, 
bailemos la danza de la tierra y el tizón. 
La vaguada áspera y reseca disipada entre tanto espejismo, 
destruye la memoria de la enseñanza enterrada en lo recóndito.

Somos y no sabemos. 
Sabemos y no somos. 
Ser y saber. 
Saber lo que sabemos y saber que sabemos. 
Entonces, ¿por qué tanta suspicacia?

La obra está inconclusa. 
El camino comenzó a desandarse. 
No voltees, no dejas nada que valga un suspiro. 
El retorno es impensable para el que despierta
 y ve el aroma señalando el cobijo del Sol. 

Sin saber lo impensable 
las fuerzas arrastran a concluir lo infinito. 

Sueña y mira el pasado 
lleno de futuro dilapidado en el presente.

El tiempo es sólo un pensamiento. 
Tiempo queda y se desgasta, 
pero el camino está allí 
y las fuerzas invisibles arrastran 
y piden lo que sabes que va a pasar.

Esto es solo un liminar. 
Si quieres desafía tu mandato. 
Pero sabes que escudriñarás los huesos 
que han esperado pacientes la vida negada por los descarriados, 
deslumbrados de luces negras 
que invitan la pusilanimidad.


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