Arrimando la bola al mingo: etnohistoria, poscolonialidad y decolonialidad en el contexto venezolano y latinoamericano
(SNUGGLING THE BALL TO THE MINGO: ETHNOHISTORY, POSTCOLONIALITY AND DECOLONIALITY IN THE VENEZUELAN AND LATIN AMERICAN CONTEXT)
Para citación: Páez, Leonardo (2019). Arrimando la bola al mingo: etnohistoria, poscolonialidad y decolonialidad en el contexto venezolano y latinoamericano. Etnoamérica, año 1, número 1, pp. 18-53. disponible: https://revistaetnoamerica.blogspot.com/2021/06/etnoamerica-n-01-ano-2019-homenaje.html
Resumen
Este trabajo propone establecer las relaciones entre los estudios etnohistóricos, poscoloniales y decoloniales. Asimismo, evidenciar sus beneficios para la indagación, sin sesgos peyorativos, de diacronías y sincronías socio-históricas y culturales de localidades y regiones venezolanas y latinoamericanas. A partir de la aplicación de técnicas de investigación documental, se consintió la definición y contextualización histórica general de estos estudios, con lo cual se identificaron sus potenciales relaciones. Se sugiere que los mismos se superponen, representando valiosas herramientas teórico-metodológicas para sopesar esa alteridad gnoseológica, incluso ontológica, que se manifiesta en estos contextos y que confronta las historias moderno-occidentales. Se trataría entonces de un estudio de carácter exploratorio, con la pretensión de identificar tendencias en torno al qué, para qué, por qué y cómo de los puntuales problemas de investigación que se podrían desarrollar en los referidos ámbitos espaciales.
Palabras clave: Etnohistoria, Poscolonialidad,
Decolonialidad, América Latina, Venezuela.
1. Introducción
Es
así que algunas voces, por ejemplo, vienen reconociendo los aportes de las
antiguas sociedades aborígenes americanas para el establecimiento del dominio
monárquico europeo, incluso para la posterior conformación de los Estados nacionales
(cfr. Sanoja y Vargas-Arenas, 1999: 5). Se trata del posicionamiento de
discursos que validan la importancia de las formas vernáculas de relacionarse
entre sí y con el espacio vivido, cuyas raíces corresponden a grupos humanos
que ya habitaban el contexto americano milenios antes del arribo de los pueblos
ibero-europeos y africanos (Quintero, 1999: 178).
Asimismo,
se viene asumiendo la necesidad de confrontar los discursos historiográficos
oficiales. Durante el siglo XIX, en Venezuela -quizá ejemplo fiel de lo que aconteció
en toda América Latina-, la praxis historiográfica oficial se encargó de
desvalorar la presencia de la matriz cultural indígena y africana en el acontecer
socio-histórico nacional. La causa de ello estaría en el deseo de las jóvenes
naciones de proveerse de una identidad propia, llevándolas a configurar
narrativas unificadas del pasado pero con raíces histórica y
epistemológicamente alineadas al pensamiento occidental-moderno (Altez, 2011:
42). Seguidamente, en buena parte del siglo XX el colonialismo científico
ejerció protagonismo sobre la construcción de conocimiento respecto al pasado. Se
crearon imágenes peyorativas hacia los valores de esa pluridiversidad
representacional manifiesta en los contextos comunitarios latinoamericanos,
pasados y presentes (Gnecco y Ayala Rocabado, 2010).
En
el siglo XXI, el asunto continuaría más o menos con los mismos bemoles. En el
caso venezolano, el proyecto político denominado Socialismo del siglo XXI
continuó ejerciendo ese uso tendencioso y arbitrario de la historia que
construyó el mito genésico de la nación venezolana a partir de la gesta
independentista, con héroes militares blanco-criollos a la cabeza de un “pueblo”
rebelde y deseoso de alcanzar su libertad (Páez, 2019: 77-87). Ahora, la actual
presidencia de Nicolás Maduro Moros no sólo conserva esa visión
moderna-colonial de la historia, sino que se encarga de “…justificar y
legitimar la revolución [de Hugo Chávez, y], (…) establecer un
discurso ideológico, único e inamovible sobre el pasado de los venezolanos”
(Quintero, 2018: 206).
Se
trata así de la institucionalización de una historia oficial venezolana en
términos de su concordancia con los discursos hegemónicos eurocéntricos, haciendo referencia a una narrativa que posicionó supuestas “verdades”
universales e incontrovertibles que vulneran los referentes amerindios y
afroamericanos que, en diferentes términos de hibridación, se expresan en los
ámbitos locales y regionales. Creencias,
actitudes, sentimientos o ideas de origen indígena o afroamericano, se consideraron
contrarias a la concepción de progreso y civilización como trasfondo de una
identidad nacional. Por tanto, fueron condenadas a la ignominia en función de
establecer la supremacía epistemológica occidental-moderna (Álvarez, 2016: 2,
3, 89). Así pues, la nación venezolana desde su conformación viene teniendo dificultades
en su relación intra e intersubjetiva con sus raíces genéticas y culturales. Se
trata, según, de una conflictividad expresada en vergüenza étnica y endorracismo,
construidos en los quinientos años de presencia europea en América (Quintero
1999: 179-180).
Sin
embargo, como ya se advirtió, en las últimas décadas las ciencias sociales y
humanas vienen confrontando esa acentuada tradición académica eurocentrista, posicionándose
actitudes éticas de rechazo hacia las implicaciones del colonialismo científico.
A partir de nuevas miradas teórico-metodológicas y epistemológicas, se desarrollan
esfuerzos investigativos que persiguen la recreación del pasado en términos
reivindicativos hacia los pueblos históricamente invisibilizados,
conceptualizados como primitivos o sin historia. Se trata, en
última instancia, de revertir las contradicciones del colonialismo científico
en las reconstrucciones del pasado, rechazando la utilización de teorías y
actitudes que sesgaron o invisibilizaron las singulares visiones del mundo y
formas representacionales de los contextos comunitarios locales latinoamericanos,
pasados y presentes (Gnecco y Ayala Rocabado, 2010; Holowell y Nicholas, 2007).
En
ese sentido, los estudios etnohistóricos, poscoloniales y decoloniales se
insertan en esa afanosa reconstitución que desde el último cuarto del siglo
pasado experimentan las ciencias sociales y humanas. Los primeros, abogando por
la ruptura de la clásica historiografía oficial de las naciones latinoamericanas
guiada por el eurocentrismo (Boccara, 2012: 40-41). Los segundos, ocupándose
por establecer nuevos discursos acerca de las experiencias coloniales globales,
asumiendo la agencia de los pueblos indígenas e indagando las particulares e hibridadas
expresiones culturales producidas (Patterson, 2008: 2). Los terceros, como
propuesta epistémica y política para reconocer y confrontar las exclusiones
generadas por las jerarquías raciales, sexuales, étnicas, cognitivas, de género
y espirituales establecidas por la modernidad (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007:
14; Gómez Vélez et al., 2017: 48).
Se
plantea entonces que los estudios etnohistóricos, poscoloniales y decoloniales
se superponen, representando valiosas herramientas teórico-metodológicas. Se
asume que su uso conjunto serviría de utilidad para dar cuenta y combatir aquellas
historias sesgadas que conflictúan el pasado de las personas e impactan sus
realidades presentes. Se sugiere, siguiendo lo dicho por Boccara (2012: 41),
que los estudios etnohistóricos definen un tipo de crítica (pos- y de-colonial)
donde el prefijo etno apunta hacia esos “…saberes, historicidades o
maneras de ser en el mundo [que] fueron sometidos a una doble
colonización, tanto material como epistémica”.
De modo que este trabajo propone establecer las relaciones entre estos enfoques teórico-metodológicos, así como evidenciar sus beneficios en términos de comprender, sin sesgos peyorativos, diacronías y sincronías socio-históricas y culturales de localidades y regiones venezolanas y latinoamericanas. Para lograr estos objetivos, se emplearon técnicas de investigación documental, con lo cual se seleccionaron autores y fuentes de información, revisaron y organizaron referencias bibliográficas, aplicaron lecturas críticas y analíticas, y sustrajeron y almacenaron citas textuales de interés. Luego, se realizó una definición y contextualización histórica general de los estudios etnohistóricos, poscoloniales y decoloniales, y finalmente se identificaron las potenciales relaciones entre sí. Se trata así de un estudio de carácter exploratorio, con la pretensión de identificar tendencias en torno al qué, para qué, por qué y cómo de los puntuales problemas de investigación que se podrían desarrollar en contextos espaciales comunitarios y regionales venezolanos y latinoamericanos.
2. La Etnohistoria
La
etnohistoria define un campo disciplinar cuyo objeto es comprender los procesos
por los cuales se conformaron las identidades étnicas del pasado y las
manifestaciones de sus estructuras concomitantes supervivientes a lo largo del
tiempo. De manera puntual, abarca los estudios sobre sociedades que fueron
objeto de colonización por pueblos europeos a partir del siglo XVI, ubicados en
un amplio contexto espacial que incluye América, África y Asia. Se trata así del
escudriñamiento de sociedades afectadas por el colonialismo, con diversos
grados de hibridación cultural y de algún modo y durante buen tiempo ágrafas,
las cuales se fueron insertando de diversas maneras al llamado mundo
occidental-moderno (Lorandi y del Río, 1992: 8-9).
La
etnohistoria se entiende como una aproximación inter y multidisciplinaria que
amalgama y confronta fuentes arqueológicas, documentales y orales con el
propósito de caracterizar y reconstruir procesos socio-históricos y culturales de
extensa duración (Curátola Petrocchi, 2012: 65). Hace énfasis en el uso
mesurado y crítico de documentos escritos, materiales gráficos y cualquier tipo
de datos provenientes de la historia oral, etnografía, lingüística, geografía,
arqueología, geología, biología y demás que coadyuven a los análisis, reconstrucciones
o explicaciones histórico-culturales (Spores, 1980: 576). Comprende así una
permanente interrelación de referencias de diversas fuentes, con el fin de
establecer constructos históricos en base a la reflexión sobre restos materiales,
memorias y fuentes históricas (Areces, 2008: 22-23)
Aunque
la etnohistoria como disciplina tiene un origen relativamente reciente, el
término posee un uso de larga data. Las primeras menciones se remontan a
comienzos de siglo XX, con los estudios de antropólogos funcionalistas dirigidos
a comprender el cambio social y el pasado de las comunidades (Lorandi y del Río,
1992: 9). En ese contexto inicial, la utilización de la noción etno, alineada
con la geopolítica eurocéntrica decimonónica, formaba parte de la representación
en términos dicotómicos de “…la modernidad occidental, en cuyo seno se habrían
gestado las ‘ciencias’, es decir, saberes con valor universal” (Amodio, 2005:
153). De modo que la acepción etnohistoria tendría su origen en la ideología evolucionista,
racista y colonialista de la segunda mitad de siglo XIX, asimismo continuada a
principios de siglo XX, traduciendo historia de los grupos étnicos, o
más concretamente, historia de los indios (Curátola Petrocchi, 2012:
67).
El
término etnohistoria, entonces, tiene su génesis en esos primeros estadios de
la antropología cuando ésta se presentó como una disciplina dedicada al estudio
de los pueblos extraeuropeos, es decir, aquellos considerados de forma
indiscriminada salvajes, primitivos o arcaicos (Curátola
Petrocchi, 2012: 67). Estos pueblos eran vistos, de suyo, incapaces de poseer
algún tipo de historia (ahistóricos), pues, carentes de escritura alfabética
(iletrados, sin escritura), no poseían los medios “…que les permitiera la
conservación de la memoria, la elaboración de un pensamiento reflexivo y la
adquisición de alguna forma de autoconciencia y conciencia histórica”
(Curátola Petrocchi, 2012: 67).
En
función de tales orígenes, muchos han expresado la contradicción de utilizar el
término etno-historia como nomenclatura para un nuevo campo disciplinar,
siendo mejor asumir otros términos “políticamente correctos”. Además, y desde
el punto de vista etimológico, algunos autores han señalado la improcedencia de
aplicar el término étnico-a, en el caso americano, sólo al estudio de
las sociedades aborígenes o de contextos de conflictividad con la sociedad
hegemónica occidental-moderna. Asumen que, a partir del origen etimológico de
la voz, grupos euroamericanos o criollos con ascendencia europea podrían asimismo
catalogarse de étnicos, por tanto, capaces de ser estudiados sus referentes desde
el enfoque etnohistórico (Lorandi, 2012: 20).
En
fin, han sido muchos los críticos hacia la noción etnohistoria. Por ejemplo, ya
en la década de 1960 Jan Vansina exhortaba a los investigadores que la abandonaran
y utilizaran el simple término de historia (Curátola Petrocchi, 2012: 61). De
manera análoga, a finales de los 80s Shepard Krech planteaba el desacierto de
su uso, alegando el sentido discriminatorio y colonialista de las nociones ethnos,
etnicidad y étnico. De manera lapidaria, este autor señalaba que el
término debía ser “…’abolido’ y sustituido por la denominación más neutra y
menos susceptible de estigmatización de ‘antropología histórica’ o de ‘historia
antropológica’” (Curátola Petrocchi, 2012: 62).
No
obstante, para la década de 1950 y antes de estas reflexiones críticas, el
término etnohistoria ya era utilizado con asiduidad. Sobre todo, su uso se extendería
por la necesidad de los investigadores de apartarse de la perspectiva
sincrónica funcionalista y abarcar la temporalidad como medio para explicar los
procesos del cambio social (Areces, 2008: 21). Según Spores, en ese momento la
etnohistoria se afianzó como un campo reflexivo de la antropología, como fruto de
las acciones que comenzaron a gestarse con la llamada Comisión de Reclamaciones
Indígenas de EE.UU. Para la década de 1970, pasó a ser referencia para
muchos investigadores, al recombinarse los intereses de las disciplinas
arqueológica, etnológica, histórica y lingüística. La etnohistoria, al decir de
este autor, experimentaría así un exponencial crecimiento, convirtiéndose en un
importante subcampo metodológico de la antropología e historia (Spores, 1980:
575, 577, 589).
Pero
no todo acabaría allí. En la década de 1970 y 1980 los estudios etnohistóricos
se vieron influenciados por el giro ontológico sucedido en las ciencias
sociales. Pasó a ser, más allá del uso convencional otorgado, una puesta en
escena teórica y epistemológica dirigida a establecer nuevas narrativas sobre
la historia de los pueblos considerados hasta ese momento primitivos o sin
historia. A partir de ese momento y de manera progresiva, desde la
etnohistoria se empezaron a confrontar las iniquidades de la producción de
saberes y las formas en que ésta se articulaba con la praxis del poder. En efecto,
orientándose en la historia de los sin voz, los etnohistoriadores
se vieron conminados a presentar posturas críticas frente a los modos de
nominación, denominación y representación del pasado por los centros
hegemónicos de saber-poder. Así que, con un enfoque hacia los contextos
sociales y la agencia de los grupos subalternos, la etnohistoria se esforzó en poner
al descubierto los mecanismos de dominación que coadyuvaron la marginación de
los mismos (Boccara, 2012: 40-41, 44-45).
Nótese
así que la etnohistoria, en su consolidación como campo disciplinar, experimentó
un decisivo giro cualitativo, pasando de unos orígenes signados por la
discriminación y el etnocentrismo (Lorandi y del Río, 1992: 9-13) a otorgar protagonismo
a los históricamente subyugados:
El mayor mérito de la etnohistoria reside, sin
embargo, en haberle otorgado voz al vencido y dominado. Con nuestra disciplina
otorgamos también sentido al conflictivo presente de América, para lo cual es
necesario entender las transformaciones que se produjeron en la colonia y la
república temprana, visualizándolas como una totalidad social muy plural y muy
compleja, muy diversa en el tiempo y en el tiempo y en el espacio. Con la Etnohistoria
disponemos de referentes empíricos para dejar sin contenido ideológico a la
historia oficial que negaba protagonismo al nativo americano (Lorandi y del
Río, 1992: 40).
De
manera que, a pesar de las críticas, la etnohistoria alcanzaría estatus institucional
en todo el continente americano. Hoy, muchos autores manifiestan su condición
de ser etnohistoriadores. Más allá de considerarse un campo disciplinar
extemporáneo o improcedente a los tiempos actuales, se presenta como un campo
temático y disciplinar historiográfico y antropológico, dirigido al estudio de
los pueblos americanos, reducidos a indios por el colonialismo europeo. Estos
estudios, incluso, pueden abarcar espacios temporales más allá de la llegada
europea a América, ampliándose así los horizontes históricos hacia los dominios
de la disciplina arqueológica y, consecuentemente, hacia la integración de los
métodos y recursos historiográficos y arqueológicos (Spores, 1980: 579;
Nacuzzi, 1990: 161-163, 172; Curátola Petrocchi, 2012: 62, 68).
Ahora
bien, visto desde el ámbito venezolano y latinoamericano actual, el enfoque
etnohistórico abarca asimismo la reconstrucción, sincrónica o diacrónica, de los
contextos socio-históricos y culturales de comunidades y grupos afroamericanos y
campesinos, entendidos estos últimos como componentes poblacionales de
ascendencia indígena con diversos grados de hibridación cultural. En ese
sentido, son referencia los trabajos tempranos de Arboleda Llorente (1950) y Acosta
Saignes (1984 [1967]) sobre la vida de grupos africanos y sus descendientes de
Colombia y Venezuela, respectivamente (ver también Díaz Casas y Velázquez 2017
para casos de estudios desarrollados en México). Asimismo, sobre grupos
campesinos o con grado de hibridación cultural con componente indígena, vale
mencionar las obras de Clarac de Briceño (2017 [1985]), Gruzinski (2016 [1988]),
el compilatorio editado por Salomón y Schwartz (1999), y Salomón (2001), entre
otros.
En definitiva, el enfoque etnohistórico, asumiendo posturas éticas, se inscribe en la crítica hacia el sesgo eurocéntrico plasmado tanto en documentos coloniales como en la literatura inspirada por enfoques positivistas u otros epistemológicamente alineados con el pensamiento occidental-moderno. Esto implica la confrontación hacia tales visiones, en aras de reivindicar esas formas no-occidentales de representación y de relacionarse con el mundo propias de las sociedades latinoamericanas pasadas y presentes. Todo ello, de algún modo, posiciona a la etnohistoria en consonancia con las perspectivas poscolonial y decolonial, como se verá en las siguientes líneas.
3. La crítica poscolonial
En
las últimas décadas, los estudios poscoloniales vienen generando juicios y
apreciaciones sobre las ideas y políticas de dominación europea que, entre los
siglos XV y XX, imperaron en buena parte del planeta (Liebmann, 2008: 2). Se
trata de un enfoque pensado, según Bhabha, para indagar situaciones en las que
países y comunidades viven en estado de conflicto, contingencia o discontinuidad
con la modernidad. Como interés general de esta perspectiva, Bhabha señala la
investigación de contextos donde los imaginarios sociales moderno-occidentales
han sido resemantizados por sus constantes interacciones con referentes
culturales no-occidentales. Se entiende así que estos escenarios, marcados por
el poder colonial, se encuentran constituidos de otra manera que la
modernidad (Bhabha, 1994: 6).
La
crítica poscolonial se posiciona entonces, al decir de Liebmann (2008: 2), como
una corriente contrapuesta a los discursos político-académicos
moderno-occidentales, aquellos que motorizaron particulares narrativas sobre los
pueblos no-europeos. Para este autor, se trata de un enfoque que confronta el
conocimiento y la representación de las epistemologías modernas, bajo la
premisa de que la dependencia forzada y la hegemonía impactaron sobremanera
tanto a las sociedades colonizadas como a las colonizadoras. Aborda así las
consecuencias culturales de la colonización, y las interacciones y
representaciones surgidas en pueblos y comunidades colonizados por europeos
(Patterson, 2008: 21). Más allá de representar un señalador histórico preciso -lo
que pudiera pensarse por la etimología del término y el contexto del cual se
originó como corriente de pensamiento-, abarca todo instante de la colonización
y toda cultura afectada por ese proceso, con énfasis en prácticas estéticas
(representaciones, discursos y valores) de larga duración (Liebmann, 2008: 4;
McLeod, 2010: 167).
Un
aspecto importante para entender el trasfondo de la corriente poscolonial se
relaciona con el sentido dado al prefijo pos-. En efecto, para esta perspectiva,
más que significar después de, se asume como crítica a. Así, lo
poscolonial trata la normatividad determinada de lo colonial pero en términos
de un distanciamiento crítico que intenta evidenciar sus alcances o límites, al
tiempo que plantea la percepción de nuevas alternativas y futuras
potencialidades (Villasmil Pineda et al.: 2019: 114). Pretende entonces
transgredir los fundamentos epistémicos de los tradicionales discursos
académicos occidentales, aludiéndose a un tiempo de transformación, a un tiempo
otro que, partiendo del presente, avizora cambios cualitativos en función
de nuevas representaciones y posibilidades culturales.
Tal
como lo plantea McLeod (2010: 33), el enfoque poscolonial presupone que el
colonialismo sigue operando aún en aquellas naciones que alcanzaron su independencia
política-administrativa. Se asume que persisten, en buen grado, sus efectos,
traducidos en representaciones, prácticas, lecturas, actitudes y/o valores. A
partir de esta premisa genética, el poscolonialismo plantea la búsqueda de
respuestas, en gran medida relacionadas con el reto de confrontar las
posiciones y puntos de vista de las formas coloniales de conocimiento. Se trataría
de una tarea en sintonía con una posición transformadora e históricamente
fundamentada, como lo señala McLeod:
…el término “poscolonialismo” no es el mismo que “después del colonialismo”, como si los valores coloniales ya no se tienen en cuenta. No define una era histórica radicalmente nueva. Tampoco anuncia un mundo nuevo y valiente donde se hayan curado todos los males del pasado colonial. Por un lado, reconoce que las realidades materiales y los modos discursivos de representación establecidos a través del colonialismo todavía nos acompañan en la actualidad, incluso si el mapa político del mundo se ha alterado a través de la descolonización. Pero, por otro lado, valora la promesa, la posibilidad y la continua necesidad de cambio, al tiempo que reconoce que importantes desafíos y cambios ya se han logrado. (…) Como práctica crítica comprometida dedicada a la transformación, el poscolonialismo mantiene una participación en el pasado, el presente y el futuro. [traducción propia del original en inglés] (McLeod, 2010: 33).
Nótese
entonces, a partir de esa indagación del pasado desde los estudios
poscoloniales, la posibilidad de destacar la agencia de pueblos indígenas, o de
explorar particulares referentes culturales (re)creados como consecuencia del
colonialismo europeo, por ejemplo (Liebmann 2008: 2). Se trata de la factibilidad
de llevar a cabo estudios de y desde los pueblos colonizados y sus culturas,
intentando explicar los efectos y consecuencias de la impronta colonial, pasados
y presentes (Liebmann, 2008, 4; Lydon y Rizvi, 2010: 19). Todo esto sugeriría
una posible conexión de los estudios poscoloniales con el enfoque etnohistórico,
en términos del esfuerzo por interpretar las experiencias coloniales fuera del
tradicional sesgo de la mirilla eurocéntrica presente en los discursos político-académicos
concomitantes.
Según
Liebmann, los orígenes de los estudios poscoloniales se encuentran en las
antinomias político-económicas, sociales y filosóficas producidas después de la
Segunda Guerra Mundial. Por consiguiente, su génesis estaría en concordancia
con el contexto donde el imperialismo, el socialismo y el tercermundismo se
peleaban por obtener el mando sobre las nuevas naciones independientes. Pero,
fue en la década de 1980 cuando se generó un movimiento de autores, artistas y
académicos del llamado Tercer Mundo que, conocido inicialmente como teoría
del discurso colonial, más tarde sería llamado poscolonialismo. Para
1990, los centros de producción teórica occidental habían acogido y ampliado
con entusiasmo los postulados de este movimiento, alcanzando notoriedad dentro
de las esferas de poder académico (Liebmann, 2008: 3, 14).
A
partir de esos estadios genésicos, los estudios poscoloniales vienen posicionando
algunos términos y acepciones, representando -para muchos- aportes a la praxis
de las ciencias sociales y las humanidades en general. En este sentido, destaca
la noción de alteridad, concepto clave que ha permitido avanzar más allá
de la objetivación de los sujetos (por tanto, de los discursos
político-académicos tradicionales) (Hawley, 2015: 4). Con este concepto se viene
comprendiendo la distinción cultural en tanto singularidad que, más que
considerarse anacronía del pasado -y así, digna de ser abandonada-, representa un
valioso activo del presente (Castro-Gómez, 2013: 300). Como lo señala Hawley, la
alteridad colocaría la diferenciación entre las personas (el uno mismo y
el otro) en comunión con sus semejanzas, fundando las bases para que
exista un diálogo desligado de pretensiones homogeneizadoras (Hawley, 2015: 4).
De
modo que los estudios poscoloniales, con la noción de alteridad, se vienen
oponiendo a la idea de raza, tal cual establecida desde las actuaciones
colonialistas, por ejemplo. Ello significa una evolución respecto a las otrora
representaciones plasmadas en crónicas de clérigos y conquistadores, replicadas
luego en textos, fotografías y materiales audiovisuales más recientes (Schiwy,
2013: 128). Al mismo tiempo, la alteridad confronta la noción de mestizaje,
aquella implantada estratégicamente por los discursos oficiales de los
Estados-nación de primera mitad de siglo XX y por “…las narrativas
homogeneizantes del imperialismo cultural y de la globalización”
(Gootenberg, 2010: 383)
Otro
de los conceptos clave de los estudios poscoloniales es la hibridación. Siguiendo
a Liebmann, con ella suele hacerse referencia a los nuevos elementos
transculturales surgidos de la colonización y que no pueden encuadrarse dentro
de un solo componente cultural o étnico. Para este autor, su uso ha permitido una
apertura más allá de las habituales simbolizaciones dicotómicas del
colonialismo científico. Permite incorporar una tercera opción para indagar las
exclusividades de las configuraciones culturales híbridas, confrontando así las
oposiciones binarias con que los discursos coloniales generalmente representan
a los pueblos colonizados (colonizador-colonizado, civilización-barbarie, centro-periferia,
superior-inferior). Así pues, la noción consiente, fuera de esa lógica, explicar
las contradicciones, ambigüedades y/o confusiones observables en las pautas de
la cultura material del colonialismo. De allí que, concluye Liebmann, se venga
utilizando para describir la llamada mezcla cultural, suplantando
nociones antropológicas mayormente utilizadas como aculturación, sincretismo,
bricolaje o criollización (Liebmann, 2008: 5-6).
Para
Hawley, la hibridación define aquellos procesos de transformación, tanto de los
habitantes nativos como de los propios colonizadores, producto de las interacciones
generadas en espacios que están o estuvieron bajo control de fuerzas coloniales.
Se entiende, entonces, como un efecto del colonialismo y de la acción
civilizadora occidental. Se manifiesta en lo que Bhabha denomina tercer
espacio, es decir, un mundo intermedio donde la cultura del colonizador y la
cultura del colonizado se hallan en constante pugna e interacción. Ese
escenario, a medio camino entre lo que fue y lo que nunca será, en
buena medida se ve salpicado por elementos subversivos y rebeldes. Se caracteriza
por ser una zona de contacto, caótica y ambivalente, donde los colonizados se
encuentran atrapados entre la imitación bufa e incompleta de los modos de ser
de los colonizadores y la (des)conexión de sus propios referentes culturales. Consecuentemente,
los colonizados expresan sentimientos de decepción o de contradicción hacia
quiénes son y qué les hace diferentes de los demás. Tal condición se ve reforzada por los
propios colonizadores, mediante el descrédito que imprimen a los referentes
culturales nativos. Al mismo tiempo, y como parte de esa negociación
no-violenta en la que participan con los colonizados, los colonizadores se ven envueltos
en un constante resentimiento y sospecha hacia la imitación que los colonizados
hacen de sus maneras y costumbres, aunque las demandan. De manera que, a partir
de esos compromisos e interacciones forzadas con la cultura “exótica”, los
colonizadores, implícita y explícitamente, se ven asimismo afectados por el
contacto con los referentes culturales de los colonizados (Hawley, 2015: 2).
Así
pues, la noción de hibridación confronta la visión filosófica civilizadora europea,
supuestamente redentora del mundo no-occidental (Hawley, 2015: 2). Según
Bhabha, la hibridación permite comprender los efectos del poder colonial, más
allá o a pesar de su autoridad y de la represión hacia las tradiciones nativas.
Confronta, según este autor, las reglas de reconocimiento de los discursos
dominantes, dándole cabida a referentes tradicionalmente negados. La presencia
del híbrido, para Bhabha, se asume no como una cuestión de relativismo cultural,
sino como el efecto de prácticas discriminatorias que desautoriza la narrativa
dicotómica de la autoridad nacional y la diferencia colonial (Bhabha, 1994: 112,
114). La hibridación se erige, en consecuencia, como un concepto particularmente
significativo para dar cuenta de los escenarios de producción de los referentes
culturales en contextos de colonización, con énfasis en aquellos opuestos a las
formas dominantes de poder político (Lydon y Rizvi, 2010: 25).
Otra
de las acepciones utilizada por la crítica poscolonial tiene que ver con el
manejo del concepto de subalternidad. Según Rufer (2012: 61), con este
término se viene reconociendo la existencia de una diferencia colonial, esto
es, “…un trazo histórico de racialización, subordinación lingüística y
subordinación superpuesta en el caso del género”. La noción trata así de las
innumerables condiciones de desigualdad y diferenciación con las cuales los
subalternos -en muchos casos clasificados genéricamente como pueblo- fueron y son
producidos y reproducidos. La subalternidad, advierte Rufer, expresa esa
invalidez del sujeto subalterno, impedido como está de administrar el sistema
representacional donde, sabiéndose habitante, se ve conminado a operar. El
sujeto subalterno es, en gran medida, el sujeto híbrido (Rufer, 2012: 67, 70-71).
Según
Hawley, la crítica poscolonial plantea una interrogante esencial, relacionada
con la subalternidad: “¿puede hablar el subalterno?”. Para Spivak,
promotora de este debate, mientras siga perpetuándose el discurso colonial y sus
limitaciones concomitantes, el subalterno seguirá en buena medida silenciado,
impedido de encontrar una voz (Hawley, 2015: 3). Y es que, como lo señala Rufer
(2012: 59), la voz de los subalternos se presenta como un discurso que se
produce y actúa bajo condición asimétrica en relación con el Estado o sus
instituciones. De modo que, dice este autor (2012: 68), el subalterno no puede
ejercer el control sobre su propia voz, hablando por él las narrativas que emanan
de instancias de poder, bien políticas, académicas o militantes, entre otras. Así,
las élites suelen convertirse en especie de ventrílocuos, acreditadas para
narrar “…no sólo las historias de los otros sino sus intereses legítimos,
sus razones y formaciones simbólicas y políticas” (Rufer, 2012: 68).
Todo
esto sintetiza una crítica sobre las formas en que se viene representando la
voz del subalterno. El planteamiento es que no puede ser suplantada de manera
objetiva por ningún observador externo. Por tanto, destaca Spivak, lo
importante del debate sobre subalternidad radicaría en:
…reforzar la agencia del ‘informante nativo’,
trayendo a la discusión a aquellos que hasta ahora habían sido objetivados,
cambiando las reglas del discurso donde eso sea productivo para una
conversación más inclusiva, y hacerlo en términos que bien puedan confundir la
voz colonizadora hasta ahora dominante. [traducción propia del original en
inglés] (Hawley, 2015: 3).
Se trata así de un esfuerzo dirigido a realzar la voz de los sujetos subalternos para que sean ellos mismos los que afirmen sus propias identidades, labor que Spivak llama esencialismo estratégico (Hawley, 2015: 3-4). Para ello, el subalterno dispondría de las herramientas que proporciona el discurso epistemológico moderno-occidental, debiendo entonces “…lidiar con él, aprenderlo y resistirlo desde dentro” (Rufer, 2012: 72). El discurso académico se posiciona así como un aliado útil, plantea Spivak (Rufer, 2012: 74), aunque su uso signifique correr el riesgo de perpetuar el control, incluso de forma involuntaria (Hollowell y Nicholas, 2007: 74). El asunto estaría entonces en procurar y mantener el equilibrio entre los intereses de los actores académicos y de las personas y comunidades (Hollowell y Nicholas, 2007: 74-75).
Sin embargo, desde la
crítica poscolonial, el debate sobre subalternidad -y también alteridad- iría
más allá de la recuperación de voces o del rescate de tradiciones
(afianzamiento identitario, conservación del patrimonio, etc.). Antes bien, se
trataría de un asunto de simetría y de valor (Rufer, 2012: 60). Un punto clave es
el entendimiento de que todas las culturas son híbridas, de que están
interrelacionadas. Es decir, no existen culturas que conserven una pureza
originaria (Burke, 2010: 102). Por consiguiente, ningún referente tradicional
de alguna cultura precisaría ser “rescatado” (Rufer, 2012: 74). Así que, pensar
en “recuperar” o “rescatar” desestimaría todo el proceso histórico que supuso
el propio moldeado y articulación de las culturas subalternas con la
modernidad. En palabras de Rufer:
…siguiendo a Spivak o Chakrabarty, (…) no hay
posibilidad alguna de un “rescate”, recuperación o celebración de algo que esté
“fuera” de la modernidad (una tradición otra, una epistemología otra)” (…) Si
buscamos ese “terreno encantado” de la tradición con sus vigilantes acérrimos y
representantes (el indio, la etnia), corremos el riesgo de volver a arrojar al
sujeto subalterno fuera de la historia, nuevamente, y esta vez con las mejores
intenciones” (Rufer, 2012: 74).
Este planteamiento supone
entonces un alejamiento a la idea de rescatar o preservar identidades
esencializadas o puras, tan en boga y quizá alineada con la concepción de
patrimonio. Siguiendo a Rufer, ello sería una manera de colocar al subalterno
“…fuera de la historia que es contingencia, cambio y dinamismo” (2012:
78).
Con todo lo antes dicho, la crítica poscolonial se posiciona como una perspectiva para dar cuenta de las opresiones y desigualdades del presente y sus relaciones con el pasado (Lydon y Rizvi, 2010: 19). No obstante, muchos catalogan a este enfoque de manera distinta, existiendo dudas sobre si sus postulados realmente ayudan a la construcción de un mundo de reconocimiento a las diversas formas de entender y de ser en el mundo. De modo que, en el contexto latinoamericano, han surgido voces que pregonan la conformación de un nuevo paradigma que calce mejor a las especificidades locales, como se verá a continuación.
4. Críticas a la crítica poscolonial y su praxis en América Latina
Si
bien el enfoque poscolonial ha ganado reconocimiento y estatus como campo
interdisciplinario dentro de las ciencias sociales y las humanidades, sus
análisis y teorizaciones han sido foco de polémicas y debates (Hawley, 2015:
1-2). Latinoamérica ha sido centro de variadas y ricas discusiones, por ejemplo,
en estudios sobre cultura, política, literatura, pensamiento y sociedad en
general (Peris Blanes, 2010: 248). Como se verá, ello condujo a la
configuración de una filosofía poscolonial estrictamente latinoamericana,
contrapuesta en cierto modo a los estudios poscoloniales anglosajones.
En
efecto, como críticas a la poscolonialidad, mucho se comentó sobre su vaguedad
y ambigüedad desde la diversidad de intereses, temas o enfoques específicos que
aborda, o porque no deja claro si alude al cierre de un período histórico (fin
del colonialismo) o a una acepción epistémica o a una discursiva (Hall, 2008:
122; Gómez Vélez et al., 2017: 42-44). Por ejemplo, Peris Blanes aduce que el
estatus institucional alcanzado por los estudios poscoloniales generaría que poscolonialismo
y posmodernismo se consideraran una misma cosa. A raíz de ello, la idea de lo
poscolonial caería, según, en un uso vacilante, confuso y de múltiples
significados. "Postcolonial puede así denotar tanto un período de
transición histórica como una época revuelta, un lugar cultural, una posición
teórica… en otras palabras: cualquier significación que un/a autor/a desee
atribuirle” (Peris Blanes, 2010: 249).
De
modo que ciertos autores vienen desaprobando el supuesto carácter universalizante
del enfoque poscolonial, manifiesto en su pretensión de agrupar categorías y
vivencias ubicadas en disímiles contextos espacio-temporales (Hall, 2008: 122,
125; Gómez Vélez et al., 2017: 47, 54). Además, a muchos les parece que impide una
visión clara de las diferencias entre colonizadores y colonizados, y no plantea
una decidida oposición a las desigualdades del presente (Hall, 2008: 122). Asimismo,
algunos aducen su imposibilidad de explicar las relaciones entre colonialidad,
modernidad y capitalismo, a pesar de su esfuerzo por comprender las
contrariedades del mundo globalizado y sus injusticias económicas (Gómez Vélez
et al., 2017: 54). Por tanto, su uso deshistorizado, culturalista y
despolitizado, según ciertas posturas críticas, desvía el interés de confrontar
las condiciones socio-históricas y políticas de las sociedades generadas por la
colonización (Peris Blanes, 2010: 249).
De
modo que, en el caso de Latinoamérica, muchos han dudado sobre la aplicabilidad
y efectividad de los estudios poscoloniales, enfocados -se alega- en contextualizar
los efectos del colonialismo europeo y sus consecuencias en términos políticos,
sociales y culturales (Peris Blanes, 2010: 248). Se argumenta que en el tiempo
de dominio monárquico español y portugués en América, “…ni siquiera se
habían forjado los conceptos matriciales del colonialismo europeo ni las
condiciones sociales para su aparición” (Peris Blanes, 2010: 248). Así, pensadores
críticos han advertido que acoger el concepto de poscolonialidad implicaría
aceptar una análoga modernidad en todos los países con experiencias coloniales,
como también que los imperios ejercieron la misma forma de imposición y dominio
en los pueblos colonizados (Pinedo, 2015: 209). Se estaría admitiendo, asimismo,
que las naciones subyugadas poseerían rasgos comunes en cuanto a “…cultura y
economía marginal, los mismos problemas de atracción y rechazo con el centro, [y]
un subdesarrollo económico equivalente” (Pinedo, 2015: 209). Es en este
escenario que Hall hace la siguiente pregunta problematizadora:
¿Es América Latina “postcolonial”, a pesar de que sus luchas por la
independencia se libraran a principios del siglo XIX, mucho antes de la fase reciente
de “descolonización” a la que alude el término de forma más evidente, y estuvieran
lideradas por los descendientes de los pobladores españoles que habían
colonizado sus propias “poblaciones nativas”? (Hall, 2008: 126).
Al parecer, la respuesta a
esta interrogante estaría supeditada a la arbitrariedad con que los autores asumen
el concepto de poscolonialidad. Vale citar como ejemplo los señalamientos de Klor
de Alva (2010: 106-107, 111-112, 142), relacionados con el error de categorizar
a las Américas como estados poscoloniales. Argumenta este autor -entre otros
aspectos- que las poblaciones americanas, mayormente criollo-mestizas (con
diversos grados de hibridez genética y cultural), al momento de alcanzada la
independencia de sus metrópolis, se encontraban en buena medida asimiladas a
las condiciones materiales, espirituales, políticas, sociales, culturales y
económicas devenidas del dominio monárquico europeo. Tales condiciones, dice, habrían
sido las que se propugnaron y adoptaron como ideario para la construcción identitaria
de los nuevos Estados nacionales. Así que, las pequeñas élites nativas, las
mismas que se asieron del control político, contribuyeron a la continuidad de
las condiciones de desigualdad y dominio preestablecidas por los europeos. Del
mismo modo, se menospreció el producto de tres siglos de hibridación indígena,
afroamericana y europea, en el entendido de que sólo merecía conservarse la
herencia socio-histórica y cultural “blanca civilizada”.
De modo que, para Klor de Alva, resultaría impropio e inútil definir las realidades pre y posindependencia de las Américas bajo las nociones colonialismo y poscolonialismo, en los mismos términos que lo sucedido en Asia o África, por ejemplo. Ciertamente, el contexto tanto espacio-temporal como socio-histórico y político americano resulta diferente al ámbito donde se originó el concepto poscolonialismo. La noción nació, en efecto, del reto enfrentado por las élites intelectuales y políticas de India (sureste asiático) luego de alcanzada su independencia en 1947. El desafío tuvo que ver con desmontar los códigos económicos, políticos y culturales causados por el colonialismo británico en ese país, en un escenario donde la población -incluyendo buena parte de las élites dominantes- experimentaba un marcado arraigo hacia sus identidades culturales nativas. Se trataría así, estrictamente hablando, de un caso de (‘después de’)colonialismo, en contraste con lo sucedido en el marco de las independencias decimonónicas americanas (Pinedo, 2015: 190).
Se evidencia entonces la
ambigüedad que puede resultar el uso del enfoque poscolonial en contextos latinoamericanos,
y la urgencia, como dice Hall, de “…establecer con más claridad en qué plano
de abstracción está operando” (2008: 126). El mismo Klor de Alva (2010:
109-110) afirma que la poscolonialidad podría considerarse estratégicamente en
términos de aceptar una esencia poscolonial. Esto, efectivamente, lo
vienen haciendo grupos subalternos afroamericanos, norteamericanos y latinoamericanos
-definidos desde su condición de pertenencia al mundo occidental- para defender
sus necesidades colectivas. Se trataría de una forma de conciencia
contestataria y oposicional al colonialismo que confronta las relaciones
asimétricas características de los binarismos que determinan la condición
colonial.
Con mucho de esa mirada
militante, entre fines de 1990 y principios de 2000, la crítica poscolonial fue
adoptada y adaptada por algunos intelectuales latinoamericanos para posicionar
las realidades subcontinentales en el contexto del mundo global. La intención
última fue desarrollar una mirada crítica a las formas de colonialismo y sus
consecuencias, poniendo al descubierto la dilatada figura del sujeto subalterno
(Pinedo, 2015: 191; Peris Blanes, 2010: 250). Así pues, se asumió la voz del
subalterno en tanto sistemáticamente excluida, omitida, silenciada e ignorada, en
tanto considerada un conocimiento devenido de un estadio “inferior” de la
humanidad (Castro-Gómez y Grosfoguel 2007: 20). Asimismo, se entendió que su
realce o reforzamiento no podría plantearse en términos de un rescate
esencialista de pureza cultural, sino más bien como “…formas de conocimiento
intersticiales, ‘híbridas’, pero no en el sentido tradicional de sincretismo o
‘mestizaje’ (…) sino en el sentido de ‘complicidad subversiva’ con el
sistema” (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007: 20). En suma, la intención fue
la misma: darles cabida a esas voces -es decir, esos conocimientos- en el
entendido de que son expresión de resistencia semiótica y de crítica directa a
la modernidad, por tanto con poder de confrontar los referentes de conocimiento
hegemónicos (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007: 20).
Sin embargo, discusiones y
debates generaron que pensadores latinoamericanos sintieran la necesidad de establecer
algunas distinciones (Peris Blanes, 2010: 251). A grandes rasgos, algunos
asumieron que la crítica poscolonial surgió para dar cuenta de las experiencias
coloniales anglosajonas y, por tanto, inadecuada para el caso latinoamericano
(Gigena 2011: 5). A partir de esta premisa, se estableció una categorización de
los estudios en dos grandes renglones: anglosajones y latinoamericanos. Se trató
entonces de una clasificación basada en el contexto espacial de los estudios y
su marco teórico de referencia, estableciéndose una escisión importante
respecto a los que aluden experiencias de colonización en países ubicados en
África o Asia, por ejemplo (Gómez Vélez et al., 2017: 46). Véase lo aseverado
por Walter Mignolo en ese sentido:
…el modelo indio de teorización poscolonial no
debería ser utilizado para un análisis de situaciones coloniales en América Latina,
pues corresponde a un “locus muy específico, anclado en las herencias
coloniales británicas”. Y agrega [Mignolo] que lo que se debe preguntar es si,
“análogamente a lo realizado por los poscoloniales indios, también en
Latinoamérica existieron teorías capaces de subvertir las reglas del discurso
colonial desde las herencias coloniales ibéricas (Pinedo, 2015: 211).
A partir de este
razonamiento, desde la tribuna del llamado grupo modernidad/colonialidad[2]
se asumió el término decolonial como enfoque teórico para confrontar el
discurso del pensamiento moderno-occidental y combatir la condición subalterna
en América Latina. Los estudios se deslindaron en buena medida de supuestos fundamentos
claves de los estudios poscoloniales anglosajones, entre ellos la base
posmoderna y posestructuralista y el señalamiento de la Ilustración en tanto comienzo
de la modernidad (Gómez Vélez et al., 2017: 46). Según Mignolo (uno de los principales
impulsores de los estudios decoloniales), la crítica poscolonial “…nació entrampada
con la posmodernidad” (2007: 33). Así, mientras ésta se fundamenta en las
ideas de Foucault, Lacan o Derrida -inspiradores de los trabajos de Said, Bhaba
y Spivak-, el pensamiento decolonial se sustenta en las memorias indígenas de Waman
Poma[3], o las experiencias de la
esclavitud de Ottobah Cugoano[4], por ejemplo. Se trata
entonces de un intento de confrontar la modernidad a partir de experiencias y
discursos coloniales propios de las Américas (Mignolo, 2007: 33; Peris Blanes,
2010: 252).
Bajo estas premisas, los
estudios decoloniales suponen el inicio de la modernidad con la llegada de
Colón a América, encaran posturas críticas hacia la posmodernidad y se fundamentan
en la dilatada historia global del pensamiento decolonial reflejada en la obra
de muchos autores (Gómez Vélez et al., 2017: 46-47; Mignolo, 2007: 27). Por
ello, se asume como base y antecedentes ciertos textos y autores de los siglos
XVI y XVII durante los virreinatos hispánicos en América, otros del siglo XVII
producidos en la metrópoli y colonias inglesas, y así una genealogía global que
incluye diversos personajes y hasta movimientos sociales (Mignolo, 2007: 28,
34; Pinedo, 2015: 194-195).
Vale advertir algunos
supuestos y manejos conceptuales que condicionan entonces la praxis del
discurso decolonial. Uno de sus aspectos esenciales tiene que ver con el manejo
diferencial de los términos colonialismo y colonialidad. El
primero es entendido como la conquista y ocupación de un territorio y su
posterior administración económica y política por parte de un reino o estado
colonial (Hernández Ramírez, 2007: 150). Define así, como lo señala Gigena
(2011: 5), un sistema de dominación político-administrativo. En cambio, la
noción de colonialidad trata de la estructura subyacente a ese dominio colonial
(su dimensión simbólica), el cual se mantiene latente no obstante finalizada la
condición de tutelaje impuesto. La colonialidad es, entonces, el lado oscuro
de la modernidad (su otra cara), y la referencia a una vendría siempre
acompañada de la otra, quedando así esbozadas las fronteras de inclusión y
exclusión del sistema colonial (Mignolo, 2000: 57).
En pocas palabras, colonialidad
y modernidad son los extremos de una misma cosa (Mignolo, 2000: 56). La primera
no deriva de la segunda, sino que la constituye (Mignolo, 2000: 61). Este
axioma fundamental de los estudios decoloniales genera que la historia de las
ideas se confronte desde una perspectiva totalmente radical, esto es, desde la
diferencia colonial (Mignolo, 2000: 61). A partir de la llave
modernidad-colonialidad, los pensadores decoloniales admiten que una estructura
etno-racial de larga duración generó la dominación y explotación económica del
Norte sobre el Sur (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007: 16-17). Dicha estructura
se institucionalizaría a partir del siglo XVI, quedando intacta a pesar de las
independencias político-jurídicas alcanzadas por las colonias íberas, francesas
e inglesas, fundamentalmente. Este fenómeno es definido como colonialidad
del poder, término con el cual se argumenta la necesidad de alcanzar una
segunda descolonización, “…una decolonialidad que complemente la
descolonización llevada a cabo en los siglos XIX y XX” (Castro-Gómez y
Grosfoguel, 2007: 17).
La colonialidad del poder,
según algunos autores, es entendida como la estructura que organiza el llamado sistema-mundo,
término con el cual se hace referencia al patrón de poder global constituido
por Europa y que lo convirtió en el centro de un entramado de saber-poder
(Cajigas-Rotundo, 2007: 170). Se trataría de un régimen motorizado por la
interacción de instituciones hegemónicas universales, como el Estado-nación, el
eurocentrismo, la empresa capitalista y la familia burguesa (Bidaseca 2010:
121). Algunos estudiosos decoloniales vienen mencionando al sistema-mundo bajo
el término “sistema-mundo europeo/euro-norteamericano capitalista/patriarcal
moderno/colonial”, con el cual se intenta englobar “…las exclusiones provocadas
por las jerarquías epistémicas, espirituales, raciales/étnicas y de
género/sexualidad desplegadas por la modernidad” (Castro-Gómez y
Grosfoguel, 2007: 14).
Otras nociones utilizadas,
sincronizadas con las anteriores, son occidentalismo y posoccidentalismo.
Al decir de Coronil (2000: 105), el término occidentalismo define el origen
común de las representaciones sociales latinoamericanas como resultado de la
modernidad-colonialidad. De manera puntual, pone en evidencia “…las
estrategias imperiales de representación de diferencias culturales estructuradas
en términos de una oposición entre el Occidente superior y sus otros
subordinados…” (Coronil, 2000: 105). Es decir, el concepto enfatiza las relaciones
asimétricas de poder entre Europa y los pueblos no-occidentales.
Según Mignolo (2002: 855), el
occidentalismo se inicia en el final del siglo XV con la incorporación de las
tierras americanas al corpus de la teología cristiana europea. Guarda así
relación con los proyectos hegemónicos de los reinos de Castilla y Portugal, traducidos
en la europeización (occidentalización) de sus posesiones ultramarinas del otro
lado del Atlántico (Mignolo, 2002: 849). En otras palabras, el propósito sería
la expansión de los modos de ser europeos, creándose estructuras de poder que
propugnaron la pureza de sangre y la unidad del idioma, siendo
ése el fundamento inicial del discurso imperial de la modernidad (Mignolo,
2002: 850, 855). El occidentalismo es entonces “…el discurso de la anexión
de la diferencia, más que la creación de un opuesto irreductible…” (Mignolo,
2002: 855).
De acuerdo con Coronil, el
concepto de occidentalismo supone un análisis crítico de la actuación violenta
del colonialismo y el imperialismo europeo detrás del discurso
civilizatorio-moderno. Hace referencia, dice este autor, a esas prácticas de
representación con las cuales algunos pueblos europeos lograron el sometimiento
de buena parte de las poblaciones no-europeas (Coronil, 2000: 90). Ello se
alcanzaría con la conquista de la diferencia lingüística, étnica y cultural
mediante la implementación de estrategias cognoscitivas que posicionaron un
conjunto de ideas, creencias y explicaciones en favor de las pretensiones
hegemónicas europeas (Coronil, 2000: 89-90, 105; Peris Blanes, 2010: 254).
El occidentalismo identifica
entonces, como lo asevera Mignolo (2002: 853), la narrativa y los sucesos
inherentes al “…proyecto pragmático de las empresas colonizadoras en las
Américas desde el siglo XVI, desde el colonialismo hispánico, al norteamericano
y al soviético”. Consta, según este autor, de tres momentos discursivos
principales: el relato de las Indias Occidentales (el pasado concluido),
justificando la anexión y conversión de América y sus pobladores por Europa; el
de la conversión propiamente, es decir, las transformaciones de los pobladores
americanos a las formas europeas, en el espacio y en el tiempo (de salvajes y
caníbales, a primitivos); y el del progreso de la investigación científica, es
decir, “…el gran relato de la tecnología y la modernidad…” (Mignolo,
2002: 855-856).
Es así que, en el marco de
los estudios decoloniales, se asume el occidentalismo para dar cuenta de los
efectos del proyecto eurocentrista en las realidades latinoamericanas,
representando una adecuación respecto a los estudios poscoloniales
anglosajones. De él derivaría la noción posoccidentalismo, pensada como
condición histórica y horizonte intelectual para avanzar “más allá” del
occidentalismo (Mignolo, 2002: 850-851). Con este concepto, según, se
consentirían reflexiones más precisas sobre las experiencias latinoamericanas, tal
como poscolonialismo a los de las excolonias británicas y posmodernismo a los
de Europa y Estados Unidos (Mignolo, 2002: 848). El posoccidentalismo, así lo
da a entender Mignolo, definiría mejor:
…la situación histórica de América Latina que emerge
durante el siglo XIX, cuando se van redefiniendo las relaciones con Europa y
gestando el discurso de la “identidad latinoamericana”, pasando por el ingreso
de Estados Unidos, hasta la situación actual en que el término adquiere una nueva
dimensión debido a la inserción del capitalismo en “Oriente” (este y sureste de
Asia) (Mignolo, 2002: 848).
Se trata entonces de un
intento por reconceptualizar el ámbito histórico latinoamericano en términos de
una reflexión crítica sobre el colonialismo y la colonialidad. En ese contexto,
el término posoccidentalismo cumple la función estratégica de descentrar
geográfica y epistemológicamente el conocimiento, “…regionalizando
‘posmodernismo’ y ‘poscolonialismo’ mediante la invitación a la fiesta de alguien
olvidado, el ‘posoccidentalismo’” (Mignolo, 2002: 847). El propósito se
centra en coadyuvar a la emergencia de alternativos saberes posoccidentales,
deconstruyendo los marcos que sustentan el proyecto moderno-colonial (Peris Blanes,
2010: 254).
Aquí vale destacar otra de las nociones asiduamente mencionada en los estudios decoloniales: el eurocentrismo. Se trata del modelo de conocimiento europeo que a partir del siglo XVII se convirtió en global y hegemónico (Escobar, 2013: 40). Según Castro-Gómez y Grosfoguel, el término refiere la actitud colonial de los europeos de creer que su visión de mundo es superior a los modelos gnoseológicos no-occidentales, condicionando las relaciones centro-periferia y las jerarquías etno-raciales. El eurocentrismo tiene que ver así con el silenciamiento, omisión, exclusión y rechazo de los conocimientos no-occidentales, considerados parte de estadios míticos, premodernos, precientíficos e inferiores de la humanidad (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007: 20).
En palabras de Dussel, el
eurocentrismo supone una postura epistémica que coloca la historia de Europa como
un conjunto autonucleado de narrativas en torno a la modernidad (Hernández
Ramírez, 2007: 152). Tales narrativas ubican a Europa como autoconstruida desde
adentro, es decir, como que la modernidad surgió y se desarrolló sin ninguna
influencia externa y sólo a partir de prácticas locales (Hernández Ramírez,
2007: 152). La crítica al eurocentrismo, entonces, trata de la confrontación y
desmontaje de esa idea autonucleada y autoconstruida de los procesos históricos
al interior de Europa. Antes bien, éstos se explican mejor, a partir del siglo
XVI, sólo en virtud de la interrelación con su contexto colonial (Escobar,
2013: 12).
El eurocentrismo se entiende
también como una manera de fabricar la realidad social y de funcionar
intelectualmente (Garcés, 2007: 219). Según Quijano (2007: 94), configura una
trama de sentido en la cual se involucran a todos los educados dentro de los cánones
modernos, en un espacio-tiempo de larga data y extensión. Se trata, dice
Quijano, de una corriente cognitiva que acompaña, en un amplio sentido, a
dominantes y dominados. Ello se debe a que el patrón de poder se naturalizó en
la realidad de los sujetos, generando que se considere “…como dada, no susceptible
de ser cuestionada” (Quijano, 2007: 94). La idea se vendría consolidando desde
el siglo XVIII, posicionando la modernidad como el estadio más elevado
alcanzado por la humanidad, y a Europa como el centro capitalista mundial (Quijano,
2007: 94-95). En consecuencia, como lo expone Quijano:
El eurocentrismo ha llevado, a virtualmente todo el
mundo, a admitir que en una totalidad el todo tiene absoluta primacía
determinante sobre todas y cada una de las partes, y que por lo tanto hay una y
sólo una lógica que gobierna el comportamiento del todo y de todas y de cada
una de las partes. Las posibles variantes en el movimiento de cada parte son
secundarias, sin efecto sobre el todo, y reconocidas como particularidades
de una regla o lógica general del todo al que pertenecen (Quijano, 2007:
101).
Se tiene entonces al discurso
eurocéntrico posicionado de manera hegemónica en todas las esferas del mundo
globalizado. Se trata, en pocas palabras, de la perspectiva epistémica de la
modernidad. Frente al desafío de superar sus estructuras, el enfoque decolonial
viene posicionando el proyecto de la transmodernidad (Grosfoguel, 2013:
53). La transmodernidad, al igual que la colonialidad, supone entonces una
postura crítica al eurocentrismo desde la diferencia colonial (Mignolo, 2013:
12). Pero no sólo se trata de pensar la historia de Europa desde las colonias,
sino de afirmar y reclamar “…lo que se le ha negado al mundo no europeo: su
capacidad de pensar, de gobernarse a sí mismos, de prosperar sin la guía de
agentes e instituciones modernos, posmodernos o altermodernos” (Mignolo,
2013: 12).
Para Dussel (2004: 201), la
transmodernidad tiene que ver con ese proceso global en ciernes como respuesta
al desafío de la modernidad, es decir, a esa realidad multicultural que se
viene expresando y que supone un horizonte “más allá” de la misma. Pero, como
señala Dussel, no se trata de una sinonimia con la posmodernidad, siendo ésta el
último vestigio de la modernidad occidental. Antes bien, señala una renovada
interpretación para integrar esos referentes culturales desincorporados de la
modernidad, en aras de “…desarrollar una nueva civilización futura, la del
siglo XXI” (Dussel, 2004: 205). Se trataría entonces de la viabilidad de un
diálogo crítico con la alteridad, un fundamento ético para la liberación del
Otro (Escobar, 2013: 41).
La transmodernidad, al mismo
tiempo, guardaría vinculación con lo que Mignolo denomina pensamiento
fronterizo. Con este concepto se pregona la desvinculación total con la
epistemología occidental-moderna, a partir de un cambio geopolítico y
biopolítico que conecte la variedad de historias subalternas y sus
representaciones (Mignolo, 2013: 347). De lo que se trata, más allá del rescate
o recuperación de esencialismos culturales puros o auténticos, es de incorporar
aquellos conocimientos surgidos en y por la influencia colonial (Mignolo, 2013:
347). El proyecto de la transmodernidad tendría al pensamiento fronterizo como
una manera de conectar las historias coloniales producidas desde la modernidad.
El enfoque decolonial definiría
entonces un marco teórico para concretar un proyecto universal y socio-político
de liberación contra el eurocentrismo, el cual lleva implícito un
reordenamiento de las categorías en ciencias sociales (Knauss, 2012: 225). Sin
embargo, al igual que el enfoque poscolonial, se han suscitado diversas críticas
hacia sus posturas y consideraciones. Para Pinedo, por ejemplo, más allá de
representar la posibilidad de resolver problemas socio-políticos, se trata de “…una
teoría entre otras teorías y en ocasiones en una metodología para resolver
problemas de académicos que piensan desde libros para interpretar otros libros…”
(Pinedo, 2015: 213). Knauss señala sus debilidades en cuanto al tratamiento
homogéneo que algunos autores realizan hacia las categorías racismo, machismo,
capitalismo, modernidad y colonialismo. El discurso colonial, aduce este autor,
estaría así falto de consistencia analítica, resultando ser más “…un intento
religioso por explicar cómo sobrevino el mal en el mundo. La relación con un
marxismo ortodoxo en general no mejora esta carencia” (Knauss, 2012: 225). Asimismo,
a Knauss le parece desacertada la intención de querer sustituir por completo el
discurso de la modernidad por un nuevo paradigma, tal cual parece significar, a
su juicio, el enfoque decolonial, pues “…son los pensadores de la misma
modernidad los que nos permiten reconocer las injusticias del discurso colonial”
(Knauss, 2012: 225).
Asimismo, Peris
Blanes asienta contradicciones en el posicionamiento geohistórico de los
conceptos posmodernismo (Europa-Estados Unidos), poscolonialismo (excolonias
británicas) y posoccidentalismo (Latinoamérica). Según algunos autores, las
tres nociones encontrarían su viabilidad en el lugar geohistórico del que
fueron emitidos. Para Peris Blanes, en esa idea subyace una premisa esencial: “…la
condición del saber depende del lugar desde el que se enuncie y del contexto
sociodiscursivo en el que tome cuerpo…” (2010: 254). Sin embargo, ello estaría
desautorizando muchos de los conceptos y representaciones que ciertos autores
decoloniales vienen considerando como pensamiento anti-colonial, enunciados
como están dentro de la lógica colonial (Peris Blanes, 2010: 254). Ello, al
decir de este autor, colocaría al pensamiento decolonial en una especie de
entrampamiento, pues sus premisas estarían inscritas en “…una lógica
analítica que (…) reproduce en buena medida algunos de los errores
epistemológicos que critica” (Peris Blanes, 2010: 255).
Todo lo tratado en este
apartado muestra, grosso modo, los devenires y particularidades de los estudios
poscoloniales latinoamericanos, o decoloniales, como pudieran perfectamente
denominarse. De acuerdo a los planteamientos esbozados, pudiera decirse que los
pensadores adscritos a esta corriente muestran mayor propensión a la
enunciación de proyectos libertarios y emancipatorios que los autores
poscoloniales anglosajones. Con todo y las polémicas y contraposiciones, es
posible advertir algunas coincidencias entre las dos corrientes, sobre todo en
el objetivo de confrontar las perspectivas epistémicas occidentales-modernas y en
establecer nuevas formas de relacionamiento entre los pueblos del mundo. Esto
permite esbozar algunos considerandos respecto a sus interfaces con el enfoque
etnohistórico, visto a continuación.
5. Consideraciones finales
Hoy, en la cotidianidad de las comunidades y regiones latinoamericanas,
se expresan referentes y formas de ser y estar en el mundo de origen indoamericano,
afroamericano, lusoamericano, hispanoamericano y francoamericano. En diferentes
grados y de diversas maneras, éstos son tributarios de procesos de hibridación
cultural sobrevenidos en los últimos quinientos años. Corrientes de pensamiento
se disputan la mejor manera de sopesar esa alteridad
gnoseológica, incluso ontológica. Ello, como se retrató aquí, es motivo de
discusión y debate en el seno de las ciencias sociales y humanas.
Como ha quedado en evidencia, muchos vienen
suscribiendo el valor de la alteridad de los pueblos latinoamericanos. Se viene
destacando que, si bien pueden existir personas, comunidades o regiones que conservan
materialidades, saberes, usanzas, costumbres, tradiciones, fenotipos, de
posible origen indígena, africano, hispano o lusitano, ello se expresa, en
mayor o menor grado, en estado de hibridez. Ello envolvería la premisa de que,
salvo puntuales excepciones, no existen culturas latinoamericanas que se hayan
salvado de los influjos de la modernidad. Éste sería un punto clave en el campo
de la reivindicación de la llamada “historias de los subyugados”, “subalternos”,
“dominados”, o “colonizados”.
De modo que muchos pensadores vienen asumiendo no sólo
esa pluridiversidad cultural latinoamericana, sino la importancia de su realce
y valoración. Representa, para muchos, el insumo para confrontar la hegemonía
epistemológica moderno-occidental. De allí que se vengan planteando enfoques,
premisas y nociones en términos de caracterizarla, asumirla, posicionarla y
determinarla en función de combatir las iniquidades hegemónicas eurocentristas.
Así pues, se ha elevado el interés, por ejemplo, de realzar aquellas prácticas
representacionales que, aunque amalgamadas en buena medida por elementos
íbero-europeos, se configuran a partir de componentes culturales indígenas y
afroamericanos.
Es en este escenario donde se ubican los estudios
etnohistóricos, poscoloniales y decoloniales. Como se evidenció, se trata de enfoques
teórico-metodológicos para una praxis investigativa que dé cuenta, con sentido
ético, de esa alteridad gnoseológica-ontológica latinoamericana. Se ha
pretendido, a partir de sus praxis, marcar pautas y rutas para el desarrollo de
intervenciones que rompan las asimetrías y los binarismos respecto a las formas
de conocimiento imperante en la episteme moderno-occidental. Sin embargo, como
también se evidenció, ello viene causando no pocas críticas y detracciones,
dejando entrever lo problemático de una articulación efectiva que permita alcanzar
estos objetivos.
Sin embargo, y desestimando esas diatribas, es posible
asumir el valor de la interfaz entre etnohistoria, poscolonialidad y
decolonialidad al momento de indagar prácticas representacionales de poblaciones
locales y regionales latinoamericanas y sus interrelaciones con epistemes
occidentales y gnosis no-occidentales. La mirilla, como se advirtió, estaría
dirigida a combatir las implicaciones del discurso moderno-colonial. Se suscribe
así su efectividad para llevar acciones iconoclastas hacia la autoridad moderno-occidental,
en el marco de las propias herramientas que proporciona su lógica. Esto lleva
implícita la admisión de que las ciencias sociales y humanas se encuentran aún imbuidas
dentro de los esquemas, métodos y prácticas representacionales de la modernidad,
siendo ésta la tribuna desde donde se plantean estos debates.
Así pues, se sugiere que la interrelación de los enfoques
etnohistórico, poscolonial y decolonial, tomando en cuenta las particularidades
espacio-temporales, pudiera funcionar para indagar una gama de situaciones
relacionadas con lo humano, la sociedad y la cultura latinoamericana. Siendo diacrónicas
o sincrónicas, los estudios abarcarían enlaces disciplinares con la historia,
geografía, antropología, sociología, arqueología, etnología, entre otras. La
labor se centraría en establecer discursos que permitan desmontar las narrativas
historiográfico-académicas oficiales, las mismas que conservan “verdades” que
en buena medida desvaloran y solapan los contenidos simbólicos reflejados en la
cotidianidad de los sujetos y comunidades.
Esta labor se erige tanto loable, como perentoria. Y es
que, en las últimas décadas, Latinoamérica viene atravesando una aguda crisis
representacional, coexistiendo discursos políticos e historiográficos que pregonan
el protagonismo y participación de los históricamente afectados por la
colonialidad. Sin embargo, la voz subalterna continúa, en buena medida, secuestrada.
Nuevos ventrílocuos participan de esa incautación, ahora bajo proclamas “progresistas”,
“revolucionarias”, “políticamente correctas” o “reivindicativas” que, en la
praxis, no arriman nada al mingo.
Aquí cabe advertir el caso venezolano. Las narrativas
de los detentores del poder político supuestamente se alinean con los preceptos
del discurso decolonial, suscribiendo que libran una lucha antimperialista y anticolonialista.
Empero, más que reivindicar la voz de los subalternos y establecer mecanismos
para motorizar la alteridad como valor primordial, las actuaciones y discursos suelen
tener visos de autoritarismo, polarización, sesgo y arbitrariedad. Como se
diría en cualquier localidad campesina venezolana: lo que hacen es echar la
burra pa’l monte[5]. En buena medida,
el común de la población no se ha visto beneficiada por esas actuaciones y
discursos. Antes bien, las personas se encuentran entrampadas en esa dinámica
de lucha por el control del poder que, a fin de cuentas, los subsumen más en la
dependencia y sumisión. Los funcionarios e instituciones gubernamentales mantienen
con los sujetos y comunidades relaciones asimétricas en términos clientelares. Por
ejemplo, en el papel, se procura la creación de organizaciones de base para
otorgarles poder y participación en las tomas de decisiones, pero, al final
éstas permanecen tuteladas e infiltradas clientelar e ideológicamente. Por tanto,
quedan alineadas y controladas, y las órdenes y decisiones se ejercen “desde arriba”.
De modo que el llamado poder popular -la voz del subalterno- grita y se expresa,
pero bajo la dinámica del bozal de arepa[6].
En este escenario de silenciamiento y control de las
voces subalternas, y desde la trinchera investigativa en ciencias sociales y
humanas, cabe entonces preguntarse, ¿Cómo desarrollar estudios sobre el pasado
y el presente de localidades y regiones latinoamericanas que permitan efectivamente
servir de puente entre la problemática social y sus soluciones? La situación
encierra un grave problema, importante de argüir. Lo que Spivak llamó esencialismo
estratégico, es decir, darle agencia a aquello(s) históricamente subjetivado(s),
en el caso venezolano, ha servido en los últimos años para mantener a sujetos y
comunidades de algún modo desligados de su experiencia social, histórica y
cultural. Se asume que esta experiencia se encuentra vinculada al espacio local
y regional al que se encuentran adscritos. Ello se deja entrever, por ejemplo, en
el propósito de etiquetar o dividir a los sujetos en determinadas identidades
políticas o grupos minoritarios, o en la pretensión de rescatar o reivindicar esencialismos
culturales “puros”, entre otras situaciones que se presentan.
En suma, los estudios etnohistóricos, poscoloniales y decoloniales suponen un esfuerzo por confrontar los embates del colonialismo científico y la necesidad de implementar teorías y praxis investigativas acordes con la creación de un mundo alejado de las injusticias sociales. De lo que se trata es de desarrollar pesquisas por, para, con y en las comunidades, dando cuenta de esa alteridad y los intersticios por los cuales se expresa. Pero también, de brindar aportes para el surgimiento de esa identidad híbrida latinoamericana, pintada de matices, amplia en su diversidad y llena de riquezas. Ello es una labor en construcción, de lo cual se esperan mayores contribuciones de estudiosos de las ciencias sociales y humanas en general. En todo caso, no se trataría de parcelar marcos teóricos (latinoamericanos, asiáticos, africanos…), como tampoco universalizarlos. Así que es posible asumir, de acuerdo al caso, conceptos para explicar ciertas situaciones, como desechar otros por inadecuados. El norte está en la producción de conocimiento guiado al tratamiento con sentido ético de la alteridad gnoseológica y ontológica latinoamericana. Una labor interdisciplinaria que implica entonces, la actuación armónica y conciliada de los campos disciplinares de las ciencias sociales y humanas, pero también el uso de perspectivas que traduzcan praxis investigativas éticas y eficaces para una acción política realmente transformadora. Una tarea que, a fin de cuentas, arrime muchas bolas al mingo.
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[1] Arrimar la bola al mingo es
una expresión popular venezolana, proveniente del juego de Bolas Criollas,
usada cotidianamente para significar aquellas acciones y aportes cooperativos que
se desarrollan en pro del logro de una empresa común.
[2] Para saber los pormenores del
surgimiento de este grupo y su trayectoria, ver el prólogo que hacen Castro-Gómez
y Gosfroguel del libro El giro decolonial: Reflexiones para una
diversidad epistémica más allá del capitalismo global (2007), ya
referenciado.
[3] “Waman Poma de Ayala, en el
virreynato del Perú, quien envió su obra Nueva Croónica y Buen Gobierno al Rey
Felipe III, en 1616 (…) a partir de la experiencia y memoria del
Tawantinsuyu” (Mignolo, 2007: 28-29).
[4] “Otabbah Cugoano, un esclavo
liberto que pudo publicar en Londres, en 1787 (diez años después de la
publicación de The Wealth of Nations, de Adam Smith), su tratado Thoughts and
Sentiments on the Evil of Slavery” (Mignolo, 2007: 28).
[5] Es decir, lo que hacen es entorpecer,
estropear.
[6] Expresión venezolana que define la
acción o labor que se hace por coacción y no por convicción, para tener un
salario y un empleo público y así “llevar la comida a casa”.
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